Resumen
Este artículo presenta la investigación escolar como una estrategia didáctica y metodológica en educación básica para el desarrollo de competencias científicas en docentes, puesto que requiere de la indagación, el fortalecimiento del pensamiento y la actitud crítica de ellos frente a sus prácticas en el aula. Aquí las competencias científicas se refieren a un proceso que permite entender la teoría desde una visión humanista con propósitos ciudadanos y participativos. Esto permite que se dé una formación que responda tanto a la teoría como a la práctica, de forma flexible, contextualizada y significativa, e impacta en sus participantes, no solo en lo disciplinario, sino en el desarrollo de competencias científicas que benefician su participación en la sociedad. Así, la investigación en la escuela se sale de lo curricular y se gesta desde las realidades y condiciones sociales y culturales de los implicados.
Palabras clave
Introducción
Este siglo que aunque pudiéramos pensar que es nuevo no lo es, en tanto sus réplicas, obedece a los acelerados cambios que producen la modernidad y la universalidad a la que la sociedad responde con ahínco y premura. Nos vemos volcados a responder desde los campos de la educación a dinámicas globales disfrazadas de cambios; cambios como signos de época, que no dejan de provocar preguntas y sospechas; un cambio que aumenta y cambia de velocidad a la par de los desarrollos de una sociedad tecnológica y globalmente conectada en redes de toda índole, o en discursos míticos, políticos y de new age. El siglo XX quizá haya significado el momento para materializar y alcanzar los anhelos más humanos de la sociedad: la revolución de los derechos humanos en busca de la dignidad; los alcances económicos que se creían forjadores de igualdad; la autodeterminación de los pueblos y la posible solidaridad, o la conquista de fraternidades en el reconocimiento de los otros. Engendros todos que datan del siglo XIX, que en el siglo XX fueron bitácora, pero con brújulas extraviadas en muchas ocasiones. El siglo XX, momento para soñar los anhelos más humanos de la sociedad, pero su reverso lo resumió, de manera magistral, el gran Edgar Allan Poe, como imagen de un malestar y síntoma de lo no acabado, de lo inconcluso, de lo difícil que ha resultado pensar y construir la llamada modernidad: “acaso las agonías que son, tienen su origen en las euforias que no pudieron ser” (Tombe, 2009, p. 9).
Pero este escepticismo, de acuerdo con Rubio (como se citó en Rave, 2015), frente a la época de conocimiento y necrofilias del abordaje de lo humano, la verdad, el desarrollo, “ha servido para intentar re-fundar ‘nuevas’ miradas e interpretaciones sociales que, bajo los prefijos de post, ultra, sobre o anti-modernidad, han pretendido re-pensar la historia” (párr. 1). Llama mucho la atención que cada época o momento histórico decida las prescripciones que le son pertinentes, siendo muy significativas en el sentido de aquello que pretenden negar u ocultar, termina siendo a la postre la continua referencia fantasmal de su autoafirmación. De ahí que negar, olvidar u ocultar las huellas y tramas que la modernidad fáustica nos heredó resulte por lo menos sospechoso. Este contexto posibilita seguir pensando el campo educativo y sus devenires.
En tono de sospecha, vale preguntarse por el lugar de la educación, sobre todo cuando se comprueba o confirma que ella ha sido dispositivo de los poderes eclesiales, estatales y familiares para reproducir ordenanzas, regímenes y gobernanzas políticas y económicas. Quién más sino es la educación comandada a cumplir con las agendas políticas y transmitir sin cuestionar. La educación puesta aquí se convierte en una educación mecánica, instrumental, lacónica. Ahora bien, ¿dónde está lo educativo entonces?, ¿qué es esa cosa de la educación?, ¿para qué la escuela?, ¿cuál es la razón de ser de la educación frente a un discurso occidentalizado y moderno?, ¿cuál es el sentido de la educación en la contemporaneidad?, ¿hay sentido educativo?, ¿hay humanidad en la educación desde una perspectiva instrumentalizada?, ¿quién es el otro en dichos contextos donde lo humano desaparece?, ¿se puede seguir hablando de educación, máxime si la primacía está en la técnica, la nota o, mejor, cuando la sociedad se adentra en la guerra, en el exterminio del otro diferente a mí? Al parecer se educa para… la guerra, la inconsciencia, la fábrica, la globalización. Vale la pena seguir cuestionando hoy el sentido de lo educativo, que si bien las décadas y siglos han pasado en sentido cronológico, faltaría reflexionar o continuar haciendo una reflexión sobre lo humano en lo educativo cuando en este siglo XXI la dinámica al parecer es muy similar a la pasada.
Estas preguntas tienen la posibilidad de un espectro amplio de respuestas o rutas de problematización, desde aquellas que animan al “fin de la institución escolar” —en tanto agente de socialización—, y otras que insisten en aquel “deber ser educativo” que supone un proceso civilizador. Pensar o insistir en la pregunta por la relación entre educación y sociedad quizás no evite, así sea de soslayo, la naturalizada dicotomía entre una y otra, esa férrea y tajante diferenciación entre el adentro y el afuera, lo externo y lo interno, lo formal y lo informal, y otras tantas maneras de separar y explicar estas dimensiones en sí mismas, negando, aún desde pensamientos críticos o alternativos, aquellas tramas, urdimbres, tejidos, lianas y/o trayectos que aún señalan opacamente la relación entre educación y sociedad. Es cierto que interrogar esta relación puede parecer una redundancia, pero ello no desdibuja la pertinencia constante de sospechar sobre esta relación. Si bien la educación forma parte de las sociedades en las cuales ella se institucionalizó en escuelas y universidades, también es cierto que no basta decir que es un producto socialmente situado en un contexto cultural, político y económico; tendríamos, además de ello, que interrogar las relaciones, eso que Norbert Elias en 1939 llamó continuum.
En esta perspectiva, las siguientes reflexiones proponen tres grandes temas o interrogantes que merecen la atención y la continuidad de un debate que contextualice los desafíos y/o retos de la educación en la actualidad. En primera instancia, se sugiere la categoría de aula expandida como posibilidad de imaginar y poner en acción actos y/o prácticas educativas que movilicen el orden establecido (epistémico, metodológico y pedagógico) de cara a las incertidumbres y búsquedas del presente. El segundo tema o interrogante, muy paradójico a propósito de la era de la información y de la comunicación en la cual habitamos, es la relevancia de reconocer y pensar el silencio como parte de la educación. Finalmente, se insiste en la pregunta por el sujeto político que agencia y es agenciado en el campo educativo, que, a diferencia de los discursos teleológicos de la Ilustración, hoy es interpelado por la interculturalidad del mundo.
El aula expandida y la inmovilidad de la escuela
¿Por qué pensar en la expansión del aula cuando se quiere reflexionar en torno a la educación? No se trata de responder, pero sí de proponer puntos de reflexión en torno al aula y sus movilidades o inflexiones frente a lo epistémico, lo metodológico y lo pedagógico.
Cuando decimos aula expandida, nos ubicamos en los sitiales de la experiencia en la que el sujeto logra activar otras formas de conocer, de apropiarse del saber, incluso, de relacionar-se, no solo con el “conocimiento”, sino también con sus pares, el entorno: espacios que posibilitan la construcción de comunidades de sentido humano y epistémico, donde se tensiona la tradición enciclopedista en la que hemos estado inmersos y a la que Freire (1970), en su obra Pedagogía del oprimido, denominó educación bancaria. Espacios de participación, colectividad, comunalidad entre sujetos, aprendizajes, naturaleza, estos espacios se mueven, están ex-pandidos, ensanchados, son rítmicos y se diferencian de los anquilosamientos donde hay estática, división; los sujetos son homogenizados; no se observan actos creativos, de cuestionamiento y de asombro, sino de memorización, sin que se propicie una conciencia crítica de “su lugar” en el mundo, mucho menos de su inserción en él y más alejada aún la posibilidad de motivar algunas transformaciones. Lo que emerge es un individuo pasivo con una alta capacidad de adaptación. La memoria es lo que cuenta, más no la experiencia.
Mirar el aula es en cierta medida pensar la escuela, y pensarla en tiempo presente, lo que implica revisar varias frentes. Una de ellas, y es la que se quiere retomar en este texto, es la didáctica, campo al que generalmente se asocia a un asunto instrumental comprendido por la mayoría de los estudiantes como “receta” para ser maestro. Pues bien, la didáctica en la que ponemos nuestra atención es aquella que rescata la pregunta por el hombre, por el sí mismo, es decir, los desplazamientos del sí hacia el otro; y por el conocimiento. Didáctica abordada como acontecimiento que subyace en el aula gracias al encuentro de saberes entre sujetos, en el que se posibilita la construcción de epistemes alrededor de un campo; de ahí que el aula sea un espacio de reflexiones, tensiones, de humanidad, convergencias, relaciones, de vida, de expansión, de conocimientos, donde se recuperan los lenguajes, los conocimientos, las narrativas, las experiencias.
En este sentido, la didáctica no es la formación de maestros; si bien aborda dichas miradas, se sitúa en campos amplios de reflexión. Pues bien, hablar de la formación de maestros depara un compromiso ético/político que no es nada fácil de afrontar y abordar, no tan solo por la mediatez de los contextos, sino también por el lugar de la educación, del aula, del niño que se viene configurando alrededor de los contextos globales, tecnológicos, mediáticos y universales, los cuales constriñen cada vez más la realidad. Por un lado, la escuela no parece estar alineada con el contexto sociocultural y de humanidad que cada vez se ha venido configurando, y parece quedarse rezagada y estar en crisis; por otro lado, los maestros se enfrentan a insumos muy delicados como los sentimientos, las emociones, los valores, las creencias, las concepciones, las ideas, las actitudes,… elementos complejos de abordar. Es por esto por lo que es necesario pensar-se lo didáctico desde una perspectiva como la que plantea Barbero (2009), con la educación expandida, presentada en el Simposio Internacional Educación Expandida celebrado en Sevilla, España, y en la que pone el acento en la necesidad de diferentes aprendizajes, otras formas de aprender y diversos escenarios educativos que van más allá de la escuela, de los muros del aula convencional, de los conocimientos expertos que provienen de la ciencia.
Se rescata, entonces, una expansión de la educación desde las tensiones, los clivajes de la escuela, de la economía, de la familia, de los grandes poderes instalados por las instituciones, llámese Estado, clero, donde se busque un diálogo entre dichos regímenes, un compartir a pesar de la diferencia, una puesta en conjunto donde lo humano se priorice, donde los saberes de los territorios sean reconocidos tanto como los saberes de la ciencia, donde los contextos se respeten y se valoren al igual que la diferencia y lo diferente en cada cultura, en cada tradición e historia. Desde esta mirada se puede hablar de expansión de la educación, una escuela que se expande plegándose al reconocimiento de sentidos, sentires, epistemes y culturas. Desde una perspectiva que une, lo educativo podría abordarse como ejercicio de convivencia y comunidad, de diversidad e interculturalidad.
Entonces, enseñar o aprender no necesariamente ocurren en un aula de clase o en un ambiente formal de educación; ocurren en cualquier calle de la vida (Buitrago, 2019), y más hoy cuando los sistemas de comunicación son tan abiertos y la información traspasa el modelo vigente en la escuela, en la que el maestro es el conocedor absoluto y los estudiantes los ignorantes que se deben educar. La didáctica, hoy en día, además de la incursión de las TIC, debe tener en cuenta las diferentes dinámicas humanas que circulan y convergen en un grupo. Lo vital es lograr establecer esa mediación pedagógica para favorecer unas relaciones mucho más abiertas, en las que se pueda dialogar con los múltiples saberes y entablar unas relaciones contextuadas entre lo que se genera (o enseña) en las aulas y la realidad social.
Otro elemento que se debe tener en cuenta tiene que ver con las teorías sobre las que las facultades de educación han cimentado la formación de los maestros; la invitación es a revisarlas, a temporizarlas y contextualizarlas. Por ejemplo, Packer (2006), psicólogo cultural, que ha desarrollado algunas de sus investigaciones en la Universidad de los Andes y la Universidad del Valle, en su texto Ontología de la escolaridad, invita a cuestionar algunos asuntos sobre las teorías que fundamentan la formación del maestro:
[…] ya no se considera que una teoría del desarrollo cognitivo o una teoría constructivista del desarrollo sean lo adecuado. Tales teorías —como la de Piaget— prestan una atención insuficiente al papel desempeñado en el desarrollo de los niños por consideraciones tales como las relaciones sociales y el contexto sociocultural. Y una teoría universalista, como la de Piaget, que postula una sola serie normativa de etapas del desarrollo, muy rápidamente lleva a interpretaciones de déficit y privación. (Packer, 2006, p. 1).
Esto indica que es necesario hacer una reflexión profunda en torno a la manera como en estos momentos se visualiza lo didáctico, ya que más que instrumentalizar la acción del maestro; lo que se quiere es propiciar un ambiente en el que se re-conozcan las particularidades de quienes conforman un grupo en especial, y se puedan establecer unos vínculos de confianza, respeto y colaboración en los que se construyan propuestas colectivas, se conflictúe el aprender, se visualicen otras voces, otros escenarios, otras maneras mucho más autónomas y conciliadas. El aula expandida recobra sentido, recobra la vida, la cotidianidad, el acontecimiento… esa es la apuesta para intentar acabar con el hechizo de la Medusa, con la parálisis de la escuela.
De la politicidad de los silencios: ¿y cuando el silencio invade el salón de clases?
Los silencios nos pueden decir mucho, aunque no suene cualquier palabra. Buscar comprender esos silencios no es una tarea fácil, pero es una tarea esencial para el quehacer docente. Como bien nos sugieren las palabras de Juarroz que inician esa sesión, es necesario, muchas veces, saber deletrear el silencio, porque quizás sea esa una gran clave para hacer de nuestras prácticas pedagógicas una auténtica posibilidad de educar. El silencio no es algo nuevo para los procesos de escolarización en escuelas; tampoco son nuevas las investigaciones en educación sobre el silencio. Con todo, el silencio presente en las instituciones de enseñanza “superior” parece asombrar, justamente porque las expectativas en torno de esas instituciones constituyen espacios de participación y diálogos en grados aún mayores que aquellos de las escuelas básicas. Las expectativas se amplían, sobre todo, al tratar de la formación docente: esperar que la formación del profesor lo auxilie a romper con la cultura del silencio que parece imperar en la escolarización básica. Es, por lo tanto, de nuestro interés problematizar el silencio en esa formación docente, teniendo como disparadora de nuestra discusión la escena que se presenta a continuación:
[…] clase colectiva, con aproximadamente 70 estudiantes de didáctica, en su mayoría mujeres, pertenecientes a diversos semestres de la Licenciatura en Educación Infantil. Para provocar el grupo, una de las personas que orientarían las actividades del día reproduce la música y el vídeo de la canción “Another brick in the wall”, del grupo Pink Floyd. Sin embargo, la música —que es conocida por tener un mensaje que despierta discusiones sobre la actuación de la escuela en la sociedad— pareció no promover ninguna reacción en las estudiantes. La orientadora del encuentro provoca el grupo: “por favor, escucharemos tres posicionamientos o conclusiones sobre la música o vídeo”. Pero nadie contesta y un silencio embarazoso invade el ambiente. La orientadora, entonces, habla de su preocupación con ese silencio. Apenas una estudiante se manifiesta y, nuevamente, el silencio prosigue por todo el encuentro. (Registro en el diario de campo del día 14/08/2019).
Esa escena nos retrata una situación que muchos profesores y profesoras de la formación docente ya han enfrentado: el silencio ante preguntas y provocaciones en el lugar que, supuestamente, debería haber palabras de posicionamientos. Pero, ¿qué significan estos silencios? ¿Por qué estos silencios persiguen, embarazan y molestan tanto? ¿Qué hacer delante de ellos? Ya que la interacción es esencial para el aprendizaje, ¿estaría el aprendizaje comprometido cuando los silencios se hacen presentes? Mucho ya se ha hablado del silencio en las escuelas como una imposición, pero ¿cuándo el silencio parece ser una elección?
Seguramente, al proponer estas cuestiones no tenemos la pretensión de dar respuestas a la manera de recetas listas o manual de cómo manejar el silencio en clase. Nuestra propuesta, en su lugar, es la de problematizar este silencio, de cuestionarlo, de descubrirlo y epistemologizarlo, para posibilitar la construcción de estrategias y aprendizajes sobre y con el silencio. Al dedicarse al estudio del silencio en la escuela, Morais (2010) nos evidencia que una definición del silencio no es algo sencillo de hacerse. Para dicha investigadora, teniendo en cuenta la amplitud de las formas del silencio, no podemos comprenderlo por una única mirada o un único camino significativo. Así mismo podemos ver el silencio por una sencilla definición contenida en los diccionarios, pero es necesario comprender el silencio de manera ontológica, o sea: es necesario percibir que los significados y las formas del silencio son históricas y están fundadas en la vida humana.
De acuerdo con Morais (2010), las concepciones históricas del silencio contribuyen a la comprensión de ellas a escala social, pero lo que se pone en tensión es el “[…] valor dual del silencio en las acciones del humano que puede tener el silencio como una contestación y, delante de una persona, dialogar verdaderamente, o que puede utilizar el silencio y con él romper/negar/aniquilar la alteridad” (p. 39). Sin embargo, lo que sigue estando es el sujeto.
De acuerdo con Morais (2010), las concepciones históricas del silencio contribuyen a la comprensión de ellas a escala social, pero lo que se pone en tensión es el “[…] valor dual del silencio en las acciones del humano que puede tener el silencio como una contestación y, delante de una persona, dialogar verdaderamente, o que puede utilizar el silencio y con él romper/negar/aniquilar la alteridad” (p. 39). Sin embargo, lo que sigue estando es el sujeto.
Podemos interpretar un silencio como camino de reflexión y de diálogo —que es un silencio activo—. Pero hay silencios de negligencia: un silencio que se configura como silencio pasivo, un rompimiento del diálogo o, como nos lo demuestra Morais (2010), como el aniquilamiento del otro, de la alteridad . En muchos de sus escritos Paulo Freire se dedicó a hablarnos del silencio y de culturas del silencio, que aquel silencio que significa mudez o ausencia de posicionamiento es necrofilia, pues extingue las posibilidades de vida humana, ya que
[…] la existencia, en tanto humana, no puede ser muda, silenciosa, ni tampoco nutrirse de falsas palabras sino de palabras verdaderas con las cuales los hombres transforman el mundo. Existir, humanamente, es “pronunciar” el mundo, es transformarlo. El mundo pronunciado, a su vez, retorna problematizado a los sujetos pronunciantes, exigiendo de ellos un nuevo pronunciamiento. (Freire, como se citó en Núñez, 2013, p. 26).
Es, para Freire, la palabra la forma de hacerse sujeto, hacerse humano. Palabra que es más que la palabra en sí, pero que representa la disposición y apertura para el diálogo —y esa disposición es, seguramente, esencial para profesores en formación—. El diálogo del que trata Freire es un diálogo que es la palabra viva, que es fruto de los movimientos de acción y reflexión docente, es decir, de la praxis pedagógica. Si, por un lado, el silencio puede romper la alteridad, dialogar es construir esa alteridad, reconociendo el otro en la construcción del mundo. El diálogo, entonces, posibilita la expresión, la comunicación entre comunidades, entre sujetos, entre países y regiones. Es a través del diálogo que nos reconocemos, construimos y reconstruimos como sujetos y nación.
Parafraseando a Freire, es con la palabra que los profesores se hacen docentes, asumiendo con ella, que es resultante de su praxis pedagógica, sus esenciales condiciones política-pedagógicas. De esa forma, el silencio en la clase es preocupante en tanto es un silencio político. Estamos delante de un serio riesgo cuando presenciamos a un estudiante que se silencia en clase por su propia opción, porque serán los futuros docentes que podrán silenciarse delante de las injusticias sociales de las cuales la profesión docente es testigo. Profesores que actúan en la formación docente y ocupan un lugar que posibilita la construcción de estrategias para intentar romper con ese silencio. Es lógico que cambiar el contexto de salones de clase no depende solamente de esos profesionales —es necesario más que eso—. Para cambiar el contexto de los salones de clase son necesarias políticas generales o públicas, y la toma de decisiones que involucran una contra-lógica de mantenimiento del status quo, un pensar diverso.
Dichos profesionales pueden intentar, dentro de los límites de sus prácticas, emprender estrategias para la construcción de condiciones que puedan auxiliar el remplazo de los silencios pasivos para el diálogo, para el posicionamiento, o también para un silencio reflexivo. A continuación, se presentan cinco indicaciones iniciales de inspiración paulofreireanas, para posibilitar el pasaje de un silencio pasivo para el diálogo o silencio activo en salones de formación docente. Para romper con el silencio pasivo es necesario…
Saber que el silencio no siempre es dañino
De la misma manera en que hay silencios que pueden perjudicar el proceso educativo, hay aquellos que cooperan para el aprendizaje. Esos son los silencios activos. Silencio que es necesario para aprender y enseñar; no solamente hablando se aprende, también escuchando y reflexionando. Es lo que nos dice Freire (como se citó en Castillo, Castillo, Flores y Miranda, 2015),
[el silencio] me permite, por un lado, al escuchar el habla comunicante de alguien, como sujeto y no como objeto, procurar entrar en el movimiento interno de su pensamiento, volviéndome lenguaje; por el otro, torna posible a quien habla, realmente comprometido con comunicar y no con hacer comunicados, escuchar la indagación, la duda, la creación de quien escuchó. (p. 8).
La búsqueda que apetece al profesor es la de provocar sus estudiantes para que salgan del silencio que es dañino, y no de borrar totalmente el silencio de sus salones. Sin la palabra activa es imposible dialogar, pero sin el silencio activo también es imposible.
Leer la clase
En Cartas a quien pretende enseñar, Freire (2010) nos habla de la importancia de la “lectura de la clase como si fuera un texto para ser descifrado, para ser comprendido” (p. 89). De la misma forma, es necesario buscar comprender cuáles son los silencios que se hacen en nuestras clases, en la lectura que se hace de la clase. ¿Es ese un silencio formativo o un silencio desformativo, que no proporciona una formación crítica? ¿Hasta qué punto el silencio que se hace está colaborando para el aprendizaje y hasta qué punto ese silencio es falta de alteridad, falta de diálogo?
Posibilitar el diálogo
Si deseamos una clase participativa y si deseamos formar docentes participantes activos de la sociedad, hay que hacer de nuestras clases un ambiente que viabilice el diálogo. Esa constatación puede parecer obvia o sencilla, pero muchas veces actuamos como educadores bancarios de manera inocente, sin la intención de hacerlo. Quizás si nos percibimos profesores y/o profesoras en actuaciones bancarias como nos recuerda Freire, sin desear hacerlo, si nos percibimos profesores que hablan y no escuchan, lo más inmediato para hacer es retomar la postura de más escuchar que hablar, utilizando el silencio activo como una estrategia de combate al silencio pasivo. Si no damos oportunidad de que los otros hablen, tampoco los podemos oír. Hay que aseguramos de que el silencio del salón no sea un silencio de silenciados, o sea, hay que asegurarnos de que nuestra práctica pedagógica no silencia a nadie. Para que haya diálogo o silencio reflexivo es necesario que todos sean oídos y considerados.
La paciencia
Dialogar exige tiempo para reflexionar; para romper con el silencio pasivo es necesario respetar ese tiempo de reflexionar con la paciencia de los que comprenden, que ni siempre las respuestas a nuestras provocaciones son inmediatas. Lo que debe molestarme en el silencio, como profesor, no es que él se haga presente. Lo que debe molestarme en el silencio es que él siempre se haga presente o que su presencia sea más constante que la palabra. Otra apuesta es la provocación, provocación que despierte nuevos comienzos, nuevos pensamientos y acciones.
La esperanza
Si hago de mi práctica pedagógica objeto de reflexión, y si, igualmente, hago del silencio pasivo que me molesta, como profesor, objeto de reflexión, buscando y luchando por maneras de romper con ese silencio, puedo, y también necesito, tener esperanzas de que el silencio pasivo se vuelva, un día, pronunciación activa de mundo, posicionamiento, diálogo, palabra viva. Si no creo en la posibilidad del cambio y si no creo que los sujetos puedan educarse para la participación y para el diálogo, no puedo posibilitar el rompimiento de los silencios pasivos. Pero si creo en la posibilidad del cambio, tengo la consciencia de la esperanza a través de la lucha y la reivindicación como sujetos sociales, políticos y democráticos.
La interculturalidad en clave al sujeto político. Reflexiones en torno a la educación
¿Qué hace que el sujeto sea sujeto? ¿Cómo se construye el sujeto político? ¿Cuál es la relación entre interculturalidad y sujeto político? Partamos por reflexionar en torno a estas preguntas que pasan por la escuela, la sociedad, las instituciones y nos movilizan en el campo educativo. La denominación de sujeto para el caso de esta reflexión no se centra de su etimología en latín (subiectus), ni en la concepción pensada por Descartes en el siglo XVII, como un ser que se fundamenta en su racionalidad. Se ubica más bien en el abordaje contemporáneo, donde se ve al sujeto como un sujeto que piensa y se piensa, que toma conciencia y postura frente a su realidad:
[…] es un yo existente, es un ser pensante, instituyente, creador y portavoz de su tiempo, puede ser configurado, posee un saber de sí, haciendo visible su autoconciencia, y, por último, es un sujeto con conciencia de sí y con la capacidad de ejercer la razón y la acción de manera simultánea. (Álvarez, Castro, Cuestas y Virviesca, 2013, p. 45).
Para Zemelman y Morin (como se citó en Álvarez, et al., 2013), el sujeto tiene capacidades, potencialidades y conciencia que le permiten tomar decisiones, hacer rupturas y emprender acciones. Así mismo, es capaz de autoorganizarse, relacionarse y ser autónomo; luchar y resistirse a estos modelos hegemónicos, como por ejemplo los movimientos sociales Zapatista o Sin Tierra, entre otros movimientos que han generado transformaciones y nuevas maneras de hacer y vivir en comunidad.
Estas posturas emancipadoras del sujeto colectivo, de los que luchan y se resisten al sistema de dominación heredado y replicado desde el capitalismo a través de la modernidad-colonialidad, y que hoy siguen vigentes gracias a la globalización de la educación, del mercado, de la industria, etc., son la razón por la que hoy llamamos la atención a la educación, una educación que colabora en la formación del sujeto político. Pero: ¿cómo pensar en procesos educativos y transformadores que potencien sujetos políticos? ¿Cómo se está abordando desde el currículo, las aulas, los métodos, contenidos y metodologías la postura del sujeto político? ¿Cómo vincular lo local, nacional, regional con las luchas colectivas? ¿Cómo crear relaciones entre familias, comunidades, escuela e instituciones a partir de los territorios y realidades?
La educación, entonces, se convierte en espacio necesario y relevante para pensar el sujeto político, un sujeto que diga, haga, que se cuestione, pero también proponga nuevas maneras de hacer, organizar el espacio de la escuela, las transformaciones de la enseñanza que se apliquen a un contexto, a una realidad situada, localizada. Cómo posibilitar el abordaje del sujeto y su criticidad si no conocemos nuestra historia, las realidades; si la enseñanza misma no se afinca en los territorios en los que vive y convive ese sujeto que aprende y enseña. Se busca entonces una mirada del sujeto no inscrita en racionalidades necesariamente, sino en un abordaje desde su armonía con los textos, los contextos y los saberes situados.
Ahora, ¿qué concebimos por político? Pues bien, Según Martínez (como se citó en Álvarez, et al., 2013):
Se asume la política como acción constituyente, como fuerza capaz de irrumpir y quebrantar los actos constituidos que quieren naturalizarse como verdades absolutas y como propuestas establecidas que niegan al sujeto político como autor de esa construcción, modos que dan lugar a una dimensión subjetiva de la política. (p. 47).
En este sentido, pensar en el sujeto político es hablar de las relaciones de poder, y para transformar estas relaciones es necesario transformar las prácticas de relación, ya que el sujeto político se hace en el andar, como bien lo expone Freire, en el compartir, estar con los otros, lo otro, las comunidades y sus culturas, sus tradiciones e historias. Se requiere recuperar lo cotidiano para crear experiencias de vida que potencialicen las voces; de ahí que la escuela y la educación propicien espacios para este andamiaje de curiosidades, preguntas, exploraciones. En esta apuesta reflexiva nos preguntamos: ¿desde dónde se enseña?, ¿qué se busca provocar en la enseñanza? Si bien existe un deseo en el sujeto que aprende, ¿cómo potencializar la colectividad si se habla de un sujeto político?, ¿cómo se pasa de lo individual a lo colectivo? Aquí se suma otro aspecto importante y es el diálogo que posibilite espacios interculturales donde se conjuguen los saberes, las culturas y la historia de las comunidades en contexto con la realidad de la educación.
Así las cosas, reflexionar en torno al sujeto político depara un abordaje de la interculturalidad, la cual supone mirar ciertos rasgos que Raúl Fornet-Betancourt (2013) nos invita a seguir pensando; rasgos como las culturas, los saberes y epistemes de los pueblos, comunidades, naciones que comparten relatos y narrativas. Seguramente otros marcos se consideran en su apuesta, pero en este caso nos permitimos discurrir en estos, los cuales consideramos relevantes para la discusión educativa y social en los que se encuentran como actores y autores los sujetos, llámense docente, estudiante, padre de familia.
La interculturalidad se retoma como posibilidad humana, social y cultural, donde las pluralidades de encuentros, diálogos, saberes y experiencias que se suscitan en dichos contextos permiten la construcción y reconstrucción de tejido humano. Pues uno de los ideales que identifica a este mundo es el de la constante transformación y la posibilidad de no seguir el curso de lo establecido, sino el de empezar a crear nuevas órdenes a lo ya establecido a partir de las realidades, modificando lo dado en virtud de lo que deviene. Este es el llamado que hace la interculturalidad como apuesta humana y política, y el que nos permitimos convocar en este escrito.
Partimos de tres ejes de reflexión en esta triada, interculturalidad-sujeto político-educación. El primer eje se refiere a las epistemes que convocan la pluralidad de saberes, de conocimientos, de símbolos y tradiciones, las cuales son materia prima para posicionar las voces “propias” de cada territorio. De manera contundente, Fornet-Betancourt (2013) identifica la negación de la pluralidad con lo que denomina “el empobrecimiento del mundo” (p. 105), en una sutil pero clara alusión a los referentes económicos que, desde la visión hegemónica, privan a una buena parte del mundo ser incluidos en los círculos selectos del mundo desarrollado y, por ende, civilizados. En esto radica el reto para las distintas formas de pensar crítico, político, el reconocer que existen otros saberes, sabidurías que no entran en la conjugación y están en otras líneas de fuga diferentes a los conocimientos disciplinares traídos desde Occidente, pero que complementan los conocimientos teóricos y son dignos de ser valorados, respetados y reconocidos.
Segundo eje, las culturas. Es importante indicar que cada cultura tiene su manera “de organizar, pensar, ver, sentir y reproducir todo lo que comprende” (Fornet-Betancourt, 2013, p. 180), pero a su vez cada cultura deberá esforzarse por comprender esas otras formas de organización, de pensar, de ver, sentir y tejer el universo en su pluralidad en el que todos nos encontramos siendo. Así, la interculturalidad no será nada mejor que un “camino para aproximarnos mejor a las diferencias culturales” (Fornet-Betancourt, 2013, p. 182-183), con las que podemos enriquecernos mutuamente, desde la diversidad con que cada uno nos aproximemos a esas diferencias en las que nos encontremos. El camino a esta apuesta es desde cada territorio y contexto donde afloran culturas que expresan las historias, tradiciones, memorias e identidades de los pueblos y comunidades, de ahí que la interculturalidad acaece como “proyecto”, y como proyecto metodológico, nada más. No busca afincarse como algo definitivo que ha encontrado su identidad, y por ello no se impone sino que se ofrece como alternativa en contextos culturales diversos para permitirse ver y dialogar con las diferencias, lo diferente.
Abordar la cultura desde la interculturalidad supone, entonces, recuperar las situaciones en las que el acto humano se recrea; es mirar la subjetividad desde la práctica; reconocer que toda cultura conlleva más de una tradición enmarcada por la memoria y la experiencia desde donde los hombres que caminan en esta cultura la heredan y trasmiten. De ahí que no hay cultura en singular sino culturas en plural que obedecen a un tiempo, espacio situacional, que vive contingencias y que ella misma es contingente en tanto hay sujetos, relaciones, vínculos.
La “cultura” es aquella perspectiva que permite que el mundo se presente en estado de contingencia […] no solamente conocen muchas tradiciones y muchas alternativas para su desarrollo “propio”. Del mismo modo conocen muchos lugares sociales. Es más, su diversidad interior tiene que ver básicamente con las diferencias sociales de sus miembros. (Fornet-Betancourt, 2009b, pp. 41-42).
Es entonces necesario interpretar las situaciones para recuperar la memoria y la esencia de las tradiciones que fundamentan la postura política de ese sujeto en la escuela, en la sociedad, así como las narrativas históricas de expresión humana donde confluyen identidades culturales a partir de las cuales se vuelve a nombrar, a reconocer la cultura “propia” de los pueblos para ensanchar la experiencia de mundo.
Tercer eje, los sujetos que, aunque se aborda arriba la denominación de sujeto, aquí se toma en vínculo con la interculturalidad, lo cual admite comprender la humanidad en su polifonía de culturas, saberes y contextos. Esto supone vislumbrar el valor de lo humano en sus individualidades y colectividades. Pone un plano de los márgenes de relaciones, diálogos que se suscitan en cada espacio de vida. De esta manera, el/los sujetos se convierten en actores en sus contextos de realidades, un actor de lucha que reclama sus derechos y la reivindicación de estos, el trato y respeto en su condición de humanidad. Así las cosas, se busca incentivar ese sujeto político, ético y de saberes que se inscribe en los territorios de lucha y resistencia. De ahí que la interculturalidad posibilite descentrarnos y entrar en relación consigo mismo y con los/lo otro-s, para lograr verlos, entrar en diálogo fraterno y respetuoso, como indica Fornet-Betancourt (2013), lo cual va constituyendo lo que ella es, un proceso humano donde nos abrimos comprensivamente. La interculturalidad es posibilidad para un desplegar el sujeto político desde la escuela y en la sociedad, desplegar de memorias, ritmos de vida, convivialidad y comunalidad de quienes, conociendo su historia social, política, económica y educativa, luchan por reconstruir experiencias a modo de apertura y reconceptualizaciones, ahora más que nunca, cuando la crisis mundial nos agobia, donde se requiere ensanchar los brazos de solidaridad en medio de tantas desigualdades, donde la pandemia nos demuestra que para hablar de comunidad hay que mirar el núcleo primario, la familia, la casa. Desde aquí hoy se evidencia el despliegue de lo intercultural.
Conclusiones
Poner de presente y para la discusión en el campo educativo las tres problematizaciones expuestas tiene de fondo la pregunta por los cambios, mutaciones y/o transformaciones que la figura de la escuela y los relatos a ella asociados están sufriendo en el presente. Ello porque invitar a expandir el aula o asumir el aula expandida como experiencia trastoca las prescripciones canónicas de lo educativo. Siguiendo los planteamientos de José Joaquín Brunner, a propósito de la universidad pero extensivos a todo el campo educativo, el aula expandida debe comprender y actuar sobre las situaciones del espacio y del tiempo, es decir, más allá de las demandas formales y económicas de la internacionalización institucional y curricular, de la globalización educativa; es un imperativo reconocer que las relaciones socioculturales, políticas y ambientales que estamos viviendo amplían la escala espacial de lo educativo. La preocupación por la casa común (el planeta), y lo que en ella acontece, trastoca la anatomía panóptica del encierro total de la escuela, porque habitar y entender el mundo en la actualidad supone una mirada entorno a las grandes tendencias de la globalización, pero también de las comunicaciones y tecnologías que se imponen a gran escala. Pensar globalmente y actuar localmente es un desafío, al igual que entender que los espacios no son fijos y que la vieja diferencia entre el adentro y el afuera se diluye, hacen que los proyectos educativos se preocupen por lo cercano, local y situado, pero sin perder de vista lo regional, global y masivo.
A la anatomía o espacialidad panóptica se le suma el vértigo de la velocidad, de la aceleración de los procesos tecnológicos y de la producción de riqueza, instalados en la educación como parte del eficientísimo de los resultados. Asistimos al tránsito de la atomización de las informaciones, de la saturación de las redes y, con ello, de los llamados conocimientos, los cuales aceleran el ritmo de la vida, el ritmo de los pensamientos, las acciones, y con ello el ritmo de la escuela, la cual sigue instalada en los contenidos, las llamadas competencias que beben del gran pulpo estadounidense y europeo.
El tiempo de la educación, que es el tiempo del pensar, leer, escribir, conversar y crear, se instala paulatinamente en una práctica de gestión o management cronopolítico de la vida educativa. En esta perspectiva, estamos regidos por la vieja y eficaz racionalidad de los tiempos y movimientos, que profundiza un vacío de experiencia por la vía de la regulación eficiente y medible de los actos, que paradójicamente niega todos aquellos postulados de los ritmos de aprendizaje, las experiencias significativas y la diversidad en los procesos de formación. A los tiempos lentos del educar, se contraponen los tiempos veloces de la gestión; a los tiempos pedagógicos, los tiempos de los resultados; a los tiempos docentes, los tiempos del coaching. Se está configurando un escenario de tensiones temporales que no encuentra solución en elegir uno u otro tiempo, porque estos trastrocamientos obligan a pensar y actuar en aquello que podríamos llamar una simultaneidad espacio-temporal.
La figura escuela y la educación se aleja de los límites del adentro y el afuera, de lo local y lo global, de lo propio y lo extraño, de la identidad y la alteridad, de lo sólido y lo líquido, de lo lento y lo veloz. La complejidad de ellas son los cruces, clivajes y mixturas espacio-temporales que están redefiniendo el campo de juego de lo educativo. Parte del malestar y de las incertidumbres que se señalan al tratar de responder qué es la educación, la escuela, la enseñanza, los estudiantes y los docentes hoy, quizás tengan que ver con estas mutaciones estructurales que ameritan menos prejuicios morales y más ejercicios comprensivos para develar sus sentidos diversos y paradójicos. Uno de ellos, como se propone en estas reflexiones, hace referencia a la politicidad de los silencios, que frente a un mundo que reclama y demanda la exhibición mediática y pública, los silencios activos podrían significar un acto de interpelación crítica de lo que acontece. Silencio activo que no traduce negación de la palabra, pero sí el momento necesario para pensar, comprender e intentar incidir en la realidad.
Pero los múltiples y simultáneos espacios y tiempos no suponen una idea abstracta del quehacer educativo; por el contrario, ellas se encarnan y/o materializan en las experiencias subjetivas y colectivas que habitan y producen el mundo. Por ello, si hay algo que esté movilizando y cuestionando de manera constante los cánones escolares y educativos, y que se contempla en el aula expandida, es la interculturalidad. Ella sintetiza las trayectorias históricas de acciones y/o movimientos sociales que, sometidos al régimen de negación o ninguneo, han emprendido la tarea de configurar escenarios de reconocimiento y disputa política, epistemológica y cultural. Disputas que se inscriben en los trastrocamientos espacio-temporales y dan lugar al aula expandida, en tanto lo intercultural tensiona las disciplinas académicas y las disciplinas socioeducativas que históricamente han regulado la normalidad y el orden establecido. Por lo anterior, la interculturalidad no se reduce a un concepto, una estructura; se trata de una perspectiva que subyace en el territorio, en los contextos y relaciones humanas, naturales. Es una praxis de vida que no se limita a la comunicación meramente, sino que denuncia las asimetrías, las desigualdades, y le apuesta a nuevas prácticas de conocimiento a partir de los contextos, buscando el diálogo entre los conocimientos, los saberes que emergen en cada encuentro.
Ahora bien, el mensaje que Fornet-Betancourt nos da sobre el contacto de personas y cosas en la vida diaria y cotidiana sintetiza el espectro de reflexiones que se ponen en juego en el presente texto, los clivajes del aula expandida, la politicidad de los silencios y la interculturalidad como clave para entender el sujeto político, epistémico, delinean unas rutas de trabajo reflexivo que pone el acento en las múltiples relaciones que se agencian en el campo educativo, y que representan transformaciones profundas que merecen investigación y acción. Ahora más que nunca, por la actual crisis que se vive a escala mundial, crisis del COVID-19 que desnuda el nivel de desigualdad educativa, de la salud, social, económica, donde nos pone nuevamente a pensarnos en qué tan inclusivos somos, dónde queda lo pedagógico, político y crítico de la educación, cuando se instalan nuevos modelos hegemónicos que siguen empoderando el sistema capitalista y neoliberal.
Porque la pandemia expone la brecha, la fisura existente entre la educación pública y la privada, la educación rural y la urbana, mostrando una escuela con espacios de desigualdad entre quienes logran tener acceso a las redes sociales, a los equipos, y quienes no pueden acercarse a una educación con apoyo tecnológico. Entre quienes tienen techo, alimento y quienes no lo tienen. Entre una educación que no ha cambiado sus cómo, cuándo y para qué enseñar, anclados en competencias y resultados. Ante esta diferencia, indiferencia y ausencia de Estado, se requiere que, desde la educación como espacio de formación, se participe en la construcción de sujetos críticos y políticos.
Declaración de no conflicto de intereses
Declaramos que durante la ejecución del trabajo y la redacción del artículo no se ha incidido en interés propio o ajeno que pueda afectar las buenas prácticas editoriales e investigativas. El actual artículo se ajusta a los cánones éticos internacionales en el campo de la investigación. Así, declaramos que este artículo es de nuestra auténtica autoría y autorizamos a la revista Praxis para su valoración y posterior publicación, según las normas establecidas por la revista.
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