Revista Praxis |
ISSN: 1657-4915 |
Vol. 13 |
No. 2 |
143 - 157 |
julio - diciembre de 2017 |
DOI: http://dx.doi.org/ 10.21676/23897856.2360 |
EL AMOR EN LA FILOSOFÍA. UNA PERSPECTIVA ÉTICO – ESTÉTICA1
LOVE IN PHILOSOPHY. AN ETHICAL – AESTHETICAL PERSPECTIVE
Wilfrido Zúñiga-Rodríguez2 , Omar Julián Álvarez-Tabares3
Fecha de recepción: marzo 05 de 2016 Fecha de aceptación: septiembre 25 de 2017 Publicado en línea: noviembre 15 de 2017
Tipología: Artículo de Investigación Científica y Tecnológica
Para citar éste artículo: Zúñiga, W. y Álvarez, O. (2017). El amor en la filosofía. Una perspectiva ético – estética. Praxis, 13(2), 143-157. Doi: http://dx.doi.org/ 10.21676/23897856.2360
RESUMEN
El mundo implica y exige comprender, desde las dimensiones ética y estética, la experiencia y la percepción de la vida con base en los presupuestos de la filosofía: como posibilidad de habitar y hacer de la estadía en el mundo una obra de arte en perspectivas del amor. Se pretende que el amor se constituya como acontecimiento para el hombre y que este (el hombre) hoy vuelva a encontrar el espíritu conciliador de lo divino en todas las cosas, en los hechos y fenómenos que acontecen en la vida propia, para alcanzar en lo posible una respuesta a la pregunta “¿Quién soy?”. Desde la filosofía se ha intentado responder a esta pregunta a partir de las categorías filosóficas y existenciales de “belleza”, “bondad” y “verdad”, con base en algunos criterios filosóficos y teológicos.
Palabras clave: Amor; Belleza; Divinidad; Filosofía; Eternidad.
ABSTRACT
The world entails and demands that we understand the experience and perception of life from ethical and aesthetic dimensions based on philosophical assumptions. One of such assumptions is that our inhabiting and staying in the world can be made a work of art in perspectives of love. Love is thus constituted as an event for man who finds again the conciliatory spirit of the divine in all things, events and phenomena in his life. This perspective allows him to reach, as far as possible, a response to the question: Who am I?, a question that philosophy has tried to answer by means of categories such as: Beauty, Goodness and Truth based on philosophical and theological criteria.
Keywords: Love; Beauty; Divinity; Philosophy; Eternity.
1. Este texto es producto del proyecto de investigación: La percepción de lo divino en la tragedia griega. Proyecto financiado por la Universidad Católica de Oriente durante el periodo 2015-2016.
2. Magíster en Humanidades. Especialista en Docencia Investigativa Universitaria. Filósofo. Docente de la Facultad de Teología y Humanidades de la Universidad Católica de Oriente, Rionegro, Antioquia. Miembro activo del grupo de investigación Humanitas de la Universidad Católica de Oriente. Correo electrónico: wzuniga@uco.edu.co, xtocamino@yahoo.es ORCID: 0000-0003-1001-4644
3. Doctor en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín, Colombia. Magíster en Teología Bíblica, Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín, Colombia. Licenciado en Filosofía y Ciencias religiosas, Universidad de Santo Tomás, Medellín, Colombia. Correo electrónico: oalvarez@gmail.com ORCID: 0000-0002-6518-9524
INTRODUCCIÓN
El presente artículo es fruto del encuentro con textos de autores pertenecientes a épocas distintas, cuyo propósito fue analizar la categoría de lo “estético” en algunos filósofos preocupados en comprender la dimensión del amor desde la perspectiva de la filosofía. En este sentido, más allá de entender la filosofía como disciplina de un conocimiento específico, se la entiende como una forma de vida: surge en función de la experiencia de amar la vida y establece los principios básicos para vivir en conexión con el mundo, con lo divino, con los otros y con lo otro; es decir, se la entiende como posibilidad de dar sentido a la existencia. A partir de estos criterios abordaremos el objetivo principal del presente artículo: analizar la perspectiva del amor como una dimensión existencial que tiene su fuente fundamental en la filosofía, bajo las discreciones de las categorías ética y estética, en dirección a las reflexiones proporcionadas por autores como Platón, Aristóteles, Boecio, Spinoza, Hobbes y, en parte, Descartes, por mencionar algunos de los pensadores que vieron la dimensión del amor como posibilidad no solo de integración existencial, sino también como posibilidad para desarrollar la capacidad de comprender el mundo.
La interpretación del amor como experiencia humana exige un recorrido por las dimensiones de lo ético y de lo estético, donde estas dos dimensiones existenciales se hacen actuales por una sencilla y compleja razón: la percepción del mundo y de la vida como aspectos fragmentados. Esto significa que, posiblemente, el mundo actual está dividido en tanto que reflexiona sobre la vida sin el mundo y el mundo sin la vida, cuando vida y mundo antiguamente estaban conectados: es decir, cuando en el intento por comprender el mundo estaba implícito también el intento por comprender la vida en todas sus manifestaciones.
METODOLOGÍA
La metodología utilizada tuvo un enfoque cualitativo. En ella, los datos extraídos de los textos estudiados hicieron posible las respectivas interpretaciones. Los textos que posibilitaron la construcción y desarrollo de los argumentos pertenecen a distintas épocas de la filosofía; sin embargo, este hecho no fue un impedimento para apropiarnos de los puntos comunes existentes entre ellos como posibilidad de establecer diálogos entre autores que hablaron del amor desde las perspectivas de lo ético y de lo estético.
Por consiguiente, el método en el proceso de construcción del presente texto estuvo determinado por el análisis documental, que se refleja en cada cita textual correspondiente a los libros leídos y referenciados en los apartados dentro y fuera del texto (bibliografía). En ese sentido, la metodología empleada está implícita en el análisis de los libros que van apareciendo a medida que se hace necesaria la interpretación de la categoría de “lo estético”, bajo la dirección de los fundamentos epistemológicos de la filosofía. Se buscó, por un lado, que cada cita textual extraída de los libros citados en este artículo estuviera en coherencia con el tema investigado y, por otro lado, que los libros permitieran comprender “lo ético” como posibilidad de dar sentido hoy a una categoría necesaria para configurar la vida de los hombres, y “lo estético”, desde la experiencia de la belleza y sentido de la existencia.
RESULTADOS
El análisis y la discusión de los resultados se generaron, en este sentido, a partir del estudio de los libros leídos; esto permitió confrontar las categorías de “lo ético” y de “lo estético” como posibilidades para interpretar “el amor” en el contexto de la filosofía, a partir de las voces filosóficas invitadas. Así pues, a manera de resultados, esta investigación pretendía encontrar, desde la filosofía misma, categorías de análisis que tuvieran como base epistemológica el amor, entendido no como concepto sino como acción conjunta entre un yo y un tú (mismidad y otredad), y como experiencia que pasa por la simbolización representada en el encuentro de la mismidad y la otredad.
Por consiguiente “el amor”, visto desde la filosofía, no es un simple concepto sino la experiencia de una existencia que se articula desde lo ético y lo estético, lo que equivale a decir que la interpretación filosófica sobre el amor surge del vivir una vida desde la perspectiva de lo estético, entendiendo “lo estético” como una serie de relaciones representadas en experiencias de la belleza, de la bondad y de la verdad. En este caso, estas tres categorías filosóficas dejan de ser categorías, convirtiéndose en acciones de los hombres con respecto a los otros y lo otro, en donde lo estético se interpreta como el origen de lo ético.
DISCUSIÓN
A partir de los resultados anteriores, podemos decir que lo estético es el origen de la ética, y la ética el origen de la política: tres dimensiones que están conectadas con la experiencia de amar. Debido a que lo estético es una forma de percibir el mundo y la vida, la ética es una posibilidad de hacer visible la percepción del mundo y de la vida, y la política es la forma de vivir en comunidad, la convivencia auténtica implica la experiencia del amor entre seres que se aceptan precisamente por sus diferencias, en medio de un contexto cultural e histórico.
Del mismo modo, podemos decir que el amor no es un simple concepto: es la experiencia que transversaliza las dimensiones de lo ético, de lo estético y de lo político. Esto, debido a que la filosofía adquirió, precisamente, sus bases epistemológicas en el amor por la vida: el amor por un vivir bien y hacer de la existencia misma una obra de arte. Una obra de arte que incluye lo ético, lo estético y lo político y en donde, lo primero, es la forma humana de habitar y contemplar vida y mundo; lo segundo, la posibilidad de vivir coherentemente desde la articulación de ser, palabra y acción, y lo tercero, la forma del desarrollo de la convivencia en medio de la diferencia de los seres humanos.
Breve reflexión filosófica en perspectiva del amor
La cuestión filosófica o la fractura antropológica que atraviesa nuestro tiempo se ha tejido de varios retornos: el retorno a una visión mítico religiosa y el retorno a una búsqueda de la integración entre las ciencias y las humanidades, es decir a la integración de saberes desde la que se pretende comprender la realidad de manera holística. Sin embargo, es la sociedad la que aparece como un fenómeno en el que acaecen todos los padecimientos y las múltiples fracturas. Esta idea, presentada inicialmente bajo los planteamientos de Lluis Duch, da cuenta de las múltiples estructuras de acogida que, si bien liberan al hombre, se convierten a su vez en laberintos sin salida que conducen al sinsentido y a la angustia. De ahí que se vuelva urgente una mirada a la filosofía, entendida ya no tratado sistemático del ser del hombre, como se planteó a lo largo del siglo XX, en donde se hablaba de un ser aislado cuya pregunta estaba resuelta de manera ontológica. Se entiende la filosofía, más bien, como una reflexión que abre caminos hacia una salida del laberinto: surge en una sociedad terapéutica en la que el hombre se siente sin salida y en la que no es acogido por las estructuras sino que se rinde, se somete a ellas para alcanzar su lugar en el mundo.
La salida del laberinto está dada por las nuevas formas de articular las estructuras del hombre, tanto personales como sociales. Un laberinto sin salida somete al hombre a la angustia y a la desesperación; por eso, solo es posible salir de él desde una visión logomítica, desde una visión que recoja la tradición de occidente, en términos de la pregunta planteada por Habermas acerca del fundamento de la cultura y de hacia dónde debe dirigir su mirada el hombre en la búsqueda de su identidad. Aunque la pregunta no queda resuelta, es Duch quien propone la logomítica como salida del laberinto bajo las diversas formas en las que esta hace su aparición en el mundo actual. Dicha búsqueda se ha presentado hoy día bajo categorías éticas, estéticas y religiosas, desde las que el hombre, como objeto de consumo, trata de encontrar su identidad para salir así de la incertidumbre a la que la sociedad lo somete. Más que resistir, se trata de crear, de construir condiciones que posibiliten que el hombre se desarrolle como tal para que, así, persevere en su ser y levante la arquitectura necesaria para resistir los cimientos de la sociedad: estos, posiblemente, se encuentren en la experiencia de amar principalmente la vida en todas sus manifestaciones.
La definición etimológica clásica de “filosofía” implica el “amor por la sabiduría” y exige, más allá, el anhelo de la fusión entre vida y mundo: es decir, comprender la vida es comprender el mundo. En este sentido, asumir la vida como algo bello es asumir el mundo como algo estético. Vivir éticamente es habitar el mundo como algo armonioso; esta idea es extraída de la filosofía de Platón (1986), quien la acompasa con la idea y experiencia de la “belleza”:
este es precisamente el camino correcto para dirigirse a las cuestiones relativas al amor o ser conducido por otro: con la mirada puesta en aquella belleza, empezar por las cosas bellas de este mundo y, sirviéndose de ellas a modo de escalones, ir ascendiendo continuamente de un solo cuerpo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos, y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a los bellos conocimientos, y a partir de los conocimientos acabar en aquel que es conocimiento no de otra cosa, sino de aquella belleza absoluta, para que conozca por fin lo que es la belleza en sí. En este instante de la vida, querido Sócrates –dijo la extranjera de Mantinea–, más que en ningún otro, vale la pena el vivir del hombre: cuando contempla la belleza en sí (p.98).
En otras palabras, la filosofía de Platón concebía que el amor es el camino a lo estético: como búsqueda de lo bello, a lo ético; como búsqueda de lo justo y de lo ético, búsqueda de lo verdadero. En otro sentido, en lo concerniente al “amor”, Aristóteles se refiere a este entre los hombres más como philia, amistad; así, plantea que la filosofía como “amor por la sabiduría” tiene su acercamiento en la noción del amor como “amistad”.
Mediante la reflexión sobre el amor nacida en la filosofía de los presocráticos, Aristóteles nos invita a considerar que esta dimensión humana está en completa armonía con la “alegría”; tanto que, para el estagirita, la experiencia del amor conduce a los hombres a crear las condiciones necesarias para percibir el mundo y la vida como algo que está en completo orden. Estos argumentos se convirtieron, en principio, en fundamentos para los estoicos y para los neoplatónicos a la hora de desarrollar las respectivas filosofías en lo que respecta al amor y, de igual manera, para el cristianismo, en cuanto entendió el amor como “caridad”.
Desde estos antecedentes, venidos de la filosofía aristotélica, se pueden encontrar los primeros atisbos del ἀγαπε (amor de caridad), noción mostrada en el mundo de occidente por el cristianismo. Cabe aclarar que la categoría de amor bajo el sentido de “caridad” no estaba en los griegos clásicos. La dimensión de amor interpretada como caridad es netamente cristiana. Como lo expone Silva (2010) en su texto “Ensayo sobre el ἀγαπε”, donde asegura que:
el significado central de ágape dentro del cristianismo (aunque no el único, como veremos) fue el de amor divino, en oposición a términos como los de eros, que tenía una fuerte carga sexual o de philía, que se refería más al amor fraterno entre personas cercanas. Ágape resultó ser el concepto más adecuado, que siendo poco usado, serviría para expresar las múltiples variantes del amor entre Dios y los hombres. El término de ágape no fue muy usado en los escritos griegos profanos; sin embargo, fue de uso frecuente por parte de los escritores cristianos helenizados, al grado de llegar a pertenecer en exclusiva a la literatura cristiana (p.138).
Así pues, amar lo que alegra, lo que hace el bien, lo que colma o apacigua, sigue siendo amarse a sí mismo. Por eso, la benevolencia no escapa ni a la concupiscencia, ni a philia ni a eros, ni el amor al egoísmo o a la pulsión de vida; pero, ¿se puede ir más lejos? Esa posibilidad del más allá en el amor es la línea que el cristianismo continuaría como perspectiva ontológica del mismo: lo que reclaman los Evangelios y que está ausente en el pensamiento griego, como anotábamos anteriormente. Amar al prójimo es amar a cualquiera: no solo al que me gusta, sino también al que está presente.
No solo al que me hace el bien sino, incluso, a quien me hace daño. Amar a los propios enemigos es, por definición, apartarse de la amistad, al menos en su definición egológica (palabra compuesta que designa un yo que, en su existencia, domina la conducta relacional de sí sin el reconocimiento del otro; es decir, que expresa un comportamiento correcto y verdadero en relación con los otros a partir de la experiencia de amar y, quizá también, de la lógica). Para designar en griego tal amor, los primeros cristianos no podían utilizar los términos eros ni philia: forjaron el neologismo ἀγαπε (del verbo αγαπαω, amar, querer), que los latinos tradujeron como caritas y que se ha configurado como “amor universal” o, a veces, como la mal interpretada “caridad”.
En otras palabras, esta noción de “amor” significaría benevolencia sin concupiscencia, alegría sin egoísmo (como una amistad liberada del ego y, por eso, ilimitada). Para Weil (1954): “el amor desinteresado, el puro amor, el amor sin posesión ni carencia, el amor sin avidez” (p.94), significa en este sentido, el que no debería esperar nada a cambio, el que no necesita reciprocidad, el que no guarda proporción con el valor de su objeto, el que da y se abandona. Estas dimensiones van a ser resignificadas en cuanto se comprende que el mundo es donación, lo divino es donación; entre tanto, el hombre debe asumir el hecho de existir como donación. Por tanto, la trilogía conformada o unificada por el amor no pretendería otra cosa que integrar, en términos de donación, divinidad, mundo y hombre.
En suma, el amor es lo que permite vivir porque hace que la vida sea amable, formando a hombres gratos; es decir, a hombres capaces de vivir en constante agradecimiento por existir. Es lo que salva y, por consiguiente, lo que hay que salvar: por el amor hasta la vida misma porque si no, ¿qué trascendencia tendría la vida de aquellos que han expuesto su vida a la humillación, al maltrato, al martirio, solo por amor? Estas ideas se pueden articular con los argumentos de Descartes (2005):
El amor es una emoción del alma causada por el movimiento de los espíritus [animales], que la incita a unirse voluntariamente a los objetos que le parecen convenientes. El odio es una emoción causada por los espíritus, que incita al alma a separarse de los objetos que le parecen nocivos. Digo que estas emociones son causadas por los espíritus, para distinguir el amor del odio, que son pasiones dependientes del cuerpo, tanto en cuanto juicio que llevan al alma a unirse voluntariamente con las cosas que considera buenas o a separarse de las que estima malas, como en cuantas emociones que estos mismos juicios excitan en el alma (p.79).
Entre tanto, para Hobbes (1979), con menos prejuicios respecto a la pasión, es un movimiento voluntario de la misma naturaleza que el deseo:
aquello que los hombres desean, se dice también que lo aman, y que odian aquellas cosas por las que sienten aversión. Por lo que el deseo y el amor son la misma cosa; salvo que por deseo queremos siempre decir ausencia del objeto, y por amor casi siempre presencia del mismo (p.158).
El amor, en relación con la “pasión”, se puede interpretar como un acto de responsabilidad que nos pone en el lugar de Dios: quizá a esa responsabilidad le tenemos miedo. En distintos contextos de la vida humana están presentes las palabras de Iván Karamazov: “para amar al hombre hace falta que este se esconda, en cuanto muestra el rostro se acabó el amor” (Dostoievski, 2000, p.349), y esto porque “en abstracto todavía se puede hablar al prójimo, y a veces hasta lejos, pero de cerca casi nunca” (2000, p.349). Lo que Dostoievski nos da a entender es que el amor también está determinado por la ambigüedad que habita en el hombre y que preocuparse por el otro o por el prójimo va mucho más allá de una moral que nos indica qué debemos hacer; de ahí que se encuentren también en Spinoza (1980) estos argumentos sobre el amor:
Ningún amor es eterno, salvo el amor intelectual. [...] El amor intelectual del alma hacia Dios es el mismo amor con que Dios se ama a sí mismo. [...] En virtud de esto, comprendemos claramente en qué consiste nuestra salvación o felicidad, o sea, nuestra libertad (p.34).
Los griegos del mundo clásico prefiguraron, quizá, que el amor en términos de la existencia en el mundo podía solo alcanzar sus frutos si el hombre era capaz de habitar y desarrollar la vida bajo la constante de las tres categorías: belleza, bondad y verdad. Esto, sin desconocer que en el hombre habitaba la contradicción, pero reconociendo a su vez que esa contradicción se integraba mediante la aceptación de lo que es el hombre: Humano.
Entre tanto, tampoco desconocieron los griegos del mundo clásico la fragilidad del hombre, la inseguridad ontológica, el desamparo, el mal y la soledad como temas inherentes a su esencia; sin embargo, advirtieron que esta última característica podía desaparecer siempre y cuando el hombre fuera capaz de encontrar la resonancia de su alma en cuestiones del amor. En este sentido, es posible que el lugar que ocupa el hombre en el mundo, a lo largo de la vida, tenga mayor interés cuando ha encontrado a alguien con quien conjugar su soledad porque “en medio de la soledad del hombre en la relación con el otro, se apropia de las potencias que asisten, la compañía le permite la búsqueda de sentido existencial” (Jung, 2005, p.58). De esta forma, este apartado se asumiría como la ley social innata propuesta por Jung a partir de la perspectiva del psicoanálisis.
Ahora bien, cabe anotar que para hablar del “cosmos” como un “ente ordenado”, los griegos del entorno clásico lo hicieron bajo la mirada del cosmos como un laberinto donde, necesariamente, una de las preguntas relevantes para comprender todo aquello que los excedía era “¿Qué es el hombre? [Lo que] no solo requiere volver a preguntarse o traer a colación la pregunta ¿qué es el hombre? Sino que además exige la contundente pregunta: ¿Cómo deberían vivir los seres humanos?" (Franfurt, 2004, p.11)
Es posible que gran parte de los problemas de los hombres en el mundo actual se deba a la falta de interés por la pregunta “¿qué es el hombre?”, cuya respuesta solo puede concebirse en la medida en la que el ser humano se sumerja en el estado estético que configura a la vida humana, y en la que dicho estado promueva a su vez los estados ético y religioso. La vida humana, para la filosofía griega clásica, pasaba necesariamente por lo estético (belleza), por la bondad y por lo verdadero; sin estos presupuestos existenciales era imposible habitar el mundo según los criterios de los griegos clásicos. En suma, fue la propuesta filosófica de Ortega y Gasset “en el sentido estético del vivir. El fundamento básico y sólido en la transformación del siglo XX requiere de la “cultura del amor” que consiste en hacer de la vida misma una obra de arte” (Ortega y Gasset, 2000, p.29)
Embellecer el recorrido del mundo bajo la concepción de laberinto, iluminarlo en los estados de oscuridad y plasmar el ideal de entrada y salida que pasa por la experiencia del yo, el otro, el mundo y lo divino (pilares para leer, entender, analizar, interpretar y comprender la vida humana) obliga a entender la filosofía como reflexión acerca de los misterios de la vida en el mundo, aun cuando esto implique trastocar la sentencia antigua dictaminada por Platón, consignada en el diálogo Fedón o Inmortalidad, “el filósofo se prepara para la muerte”, y retomada por Heidegger en su texto Ser y tiempo: “ser para la muerte”.
Toda experiencia antropológica que parta de interrogantes como “¿qué es el hombre?”, “¿quién es el otro?”, “¿cuál es el laberinto en el que se halla inmerso el hombre?”, etc., se mueve en la multiplicidad de la vida con base en el amor como imperativo para entrar y salir del laberinto; esto, cuando no existe el egoísmo, el sentimiento de inferioridad y la sensación de que el mundo le debe algo al hombre y de que nunca le va a pagar, o el sentimiento en el hombre de creer que está por encima de las demás especies, puesto que estos factores hacen que se construya un mundo estéril y destinado a la competencia y a la guerra, como causas de la lectura histórica de la cultura de Occidente con respecto a la vida humana.
Lo estético como dimensión del ἀγαπε
El sentimiento estético tiene que ver con la contemplación del mundo, con la contemplación de la vida. A partir de esta pequeña definición de lo estético, nos podríamos preguntar: ¿a través de la experiencia del amor, ἀγαπε, se puede acceder a lo bello?, o, ¿qué tipo de belleza se esconde en esta forma de amor? Esto es, al convertir el ἀγαπε en el objeto que causa un sentimiento subjetivo, en cuanto experiencia estética, podemos encontrar una forma de lo bello que nos remite a o evoca la perfección, el más alto grado del amor que, en definitiva, ha sido la búsqueda del cristianismo en occidente, convirtiéndose en el estandarte de una religión que tiene en la cima de su ética el amor en una triple relación que parte de una inquietud hasta alcanzar la forma estética: vida eterna.
El texto que recoge este importante pilar del cristianismo está en el credo como fundamento de la fe; lo propone el evangelio de Lucas como prólogo del conocido relato “El buen samaritano”: “En esto un doctor de la ley se levantó y, para ponerlo a prueba, le preguntó: –Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna? Jesús le contestó: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué es lo que lees? Respondió: –Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo. Le respondió: –Has respondido correctamente: obra así y vivirás” (Lc 10,25-28).
El maestro de la ley pregunta por la herencia de la vida eterna: al ser judío, su pregunta indaga por una necesidad de trascendencia de la existencia en la que lo eterno le da forma; es, quizá, la pregunta por lo sublime, por lo inalcanzable, por lo incomprensible, ya que no entra allí cualquier forma de racionalidad, sino que se apela a una creencia, a una configuración de la realidad distinta, quizá a la experiencia sensible. Jesús responde con una pregunta como si fuera un recurso mayéutico, para dar forma a la inquietud judía del qué hacer por el ser. El giro es sencillo: el acceso al ser –lo eterno– tiene sentido si se halla una forma de alcanzarlo –el deber–.
En suma, hace que la pregunta sea por la forma en la que lo eterno se alcanza desde un punto de vista ético (deber), pero aquello que se busca es lo bello; allí reside el sentido estético de ese mandato de la ley que propone amar con todo: corazón, alma, fuerzas, mente. No cabría detenernos en la antropología que está detrás del texto citado por Lucas, quien a manera de síntesis compone la cita de dos versículos del A.T.: Dt. 6,5 y Lv. 19,18. Tal particularidad está en que –en la versión leída– no aparece la palabra “mente” en el libro del Deuteronomio y Lucas la pone con algún tipo de interés, quizá porque sus lectores provienen del mundo helenista para quienes la mente sería el lugar de la razón donde Dios también tenía su lugar. Del levítico Lucas toma el texto tal cual.
Ahora bien, ¿por qué es importante este rodeo? Porque sobre textos como este está fundamentada la esperanza cristiana de una vida en el más allá. Además, desde el punto de vista soteriológico, todas las religiones se proponen dar respuesta a los interrogantes más enigmáticos de la existencia. De ahí que el amor (ágape, en el cristianismo) se proponga como la forma de alcanzar esta meta. La promesa de una vida perdurable (eterna) alcanza una forma en la cotidianidad que solo la vivencia del amor puede hacer posible. Podemos hacer varias analogías con respecto a esto, como sería la del autor y la obra de arte: la muerte del autor no rebaja la fuerza de la obra de arte y, mucho menos, la perennidad del artista, quien se convierte en eterno a través de la obra. De ahí que esa búsqueda del hombre por dejar huella se concrete en la obra de arte. El libro, el árbol, el hijo, la partitura, el cuadro, la institución, eternizan al autor.
En el caso de la religión, como creación humana, la prolongación de la vida se da de múltiples formas; en el caso del cristianismo, como ya se dijo, se propone al amor (ágape) como la forma en la que el autor –el amante– se eterniza. La creación es la obra de Dios: parece sencillo pero es la forma en que el autor ha dejado impresa su huella. Percibir la flor, el río, el pájaro, el trueno, sería percibir las muchas formas y voces en las que el creador permanece en la creación. El creador se comunica por la creación. Los sentidos se activan porque la naturaleza da cuenta del autor.
La religión cristiana, según el texto del judaísmo también persigue lo eterno. De ahí que sea importante considerar que allí puede darse la forma estética del amor. Si hay algo que justifica la experiencia del ágape es que de allí viene lo eterno como consecuencia. El ágape es el hacer –ética– que conduce a lo eterno –estética–. Se vive lo ético en miras de lo estético: lo ético es lo temporal y lo que hay que hacer, o sea que está al alcance porque lo que se busca es el ser. Es como si la experiencia del amor que predica el cristianismo, fuera la armonía entre el amor y el dejarse ser. Es decir que la experiencia del amor cristiano, bajo la dimensión del ágape, está en conexión con la forma de ser, con la forma de habitar el mundo y con la forma de relacionarse: estas formas son las características de la dimensión ética. Es en este sentido que la belleza entra en armonía con el amor, con la ética: el ser ético es saber vivir, amar es ser bello y tener la belleza como religión; esto es lo que constituye la virtud, que no es más que aquello que fundamenta lo eterno.
Esto equivale a decir que la belleza se siente más de lo que se entiende. Lo eterno sería así aquella percepción del ser que siente y que está lejos de cualquier comprensión, debido a que la belleza y la eternidad coligan en cuanto a fundamentos de la metafísica y con el asunto de la historia del conocimiento en cuanto a la pregunta clásica e inmanente a casi todas las disciplinas y ciencias: ¿por qué más bien algo que nada? Es posible que la respuesta a esta pregunta sea el amor en todas las dimensiones y categorías, como propusieron los griegos clásicos; tal vez la razón fundamental haya radicado en que el intento de responder a dicho interrogante “solo se satisface en el amor, porque solo el amor sabe que tiene que haber otro, solo el amor nos vuelve agradecidos a Dios, desde el fondo de la existencia, por el don inmenso de la vida” (Drewermann, 1997, p.16).
La pregunta filosófica “¿por qué se vive?” se responde, posiblemente, a partir de la experiencia que hace sentir al otro como alguien bello, bondadoso, verdadero, infinito y eterno: categorías que permiten y se convierten en la manera de conjugar la espiritualización del mundo íntegro, sin desconocer que el ser de todos los mortales, en el fondo, también despliega imperfecciones e impedimentos de toda clase que lo conducen a la pregunta “¿cómo se las arregla con todo el cúmulo de deficiencias de la propia vida?”. Es posible que la reflexión filosófica acerca del amor sea el puente para el hombre en términos de la justificación existencial y que, en este sentido, el hombre tenga “el coraje de afrontar la vida como hombre seguro de estar justificado en sentido absoluto por el simple hecho de existir” (Drewermann, 1997, p.49).
Este pensamiento se acompasa con las palabras de Sartre (1995): “Elevé la pretensión de ser indispensable para el universo. ¿Hay algo más soberbio? ¿Hay algo más tonto?” (p.79). Estos interrogantes están contenidos, por ejemplo, en la tragedia de Edipo rey escrita por Sófocles, donde una de las características del protagonista es la autosuficiencia ante la supuesta satisfacción de haber descifrado el oráculo, criterio que le da base sólida para despreciar al sabio de la ciudad de Tebas de nombre Tiresias.
Lo eterno como fundamento estético del amor
Se puede decir de “lo eterno” que es la permanencia en el ser de una cosa, sin comienzo y sin fin, distinto a “lo infinito”. La duración infinita, en sentido estricto, compete a Dios; según los mismos textos de la Biblia, se la considera un atributo esencial y/o correspondiente a la materia (en un sentido menos definido), tal como sostienen los sistemas filosóficos denominados, en principio, “materialistas”. El concepto clásico de “eternidad” se debe a Boecio (1979), quien lo aplica estrictamente a Dios:
Examinemos pues, qué es la eternidad: pues su conocimiento nos declarará la naturaleza divina y su ciencia. La eternidad es la posesión, de una vez y perfecta, de una vida interminable. Esta definición quedará más clara si hacemos comparación con las cosas temporales. Porque todo lo que se desarrolla en el tiempo es un presente que va pasando de lo pretérito a lo futuro. Y no hay nada de condición temporal que pueda abarcar de una vez todo el espacio de su existencia, sino que no posee todavía lo futuro, y lo pasado ya lo ha perdido; y en nuestra vida del día de hoy no vivís más que el momento fugaz y transitorio (p.545).
Así como del concepto propiamente religioso, que la entiende como duración real sin comienzo ni fin, la “eternidad” se entiende también como el carácter propio de aquellas cosas que se hallan fuera del tiempo porque se las considera trascendentes y atemporales. Así, de forma paradigmática, en las ideas de Platón (1986) aparece la referencia a la eternidad bajo la perspectiva de inmutabilidad; la inmutabilidad (hiperuranio), cuya connotación está en la trascendencia del tiempo. Esta trascendencia es una dificultad a la hora de relacionar las ideas con las cosas; por esta razón, el demiurgo ha de crear previamente el tiempo, «imagen móvil de la eternidad» (Timeo VI, 103ª – 109b).
Para Aristóteles, el mundo es eterno, aunque no inmutable; son inmutables, en cambio, los cuerpos celestes, menos en cuanto poseen movimiento circular uniforme, mientras que los seres que no están sometidos al cambio, los motores de los astros y el primer motor, son inmutables y eternos. El neoplatonismo reintroduce la noción platónica de “eternidad”, entendida como “atemporalidad”, al insistir en el Uno, que es indivisible, inmutable y eterno, como “el ser” de Parménides o “las ideas” de Platón. En realidad, tanto la duración real infinita como la atemporalidad son dos características de la eternidad que están presentes en la definición que Boecio (1979) transmite al occidente cristiano:
Pues bien: el ser que abarca y posee de una vez, simultáneamente, la plenitud de una vida interminable, del que no esté ausente un momento del futuro y no se le haya escapado ninguno del pasado, ese es el que con toda razón se dice eterno, y por necesidad está siempre a sí mismo, poseyéndose, y tiene ante sí la infinitud del tiempo que fluye (p.545).
La eternidad de Dios, en los dos sentidos boecianos, plenamente admitida por la filosofía escolástica, no se compagina adecuadamente con algunas ideas filosóficas. Uno de los problemas planteados en Occidente por el averroísmo latino es el de la conciliación entre la eternidad del mundo, afirmada por Aristóteles, y la creación del mundo afirmada por la revelación cristiana. Tomás de Aquino sostuvo la tesis de que no repugna a la razón que el mundo sea eterno, si bien es una verdad revelada que no lo es. Posteriores discusiones teológicas sobre el conocimiento que Dios pueda tener de los llamados “futuros contingentes” y de los “futuribles”, y sobre cómo pueda prever las acciones libres, ponen también de manifiesto las dificultades conceptuales que lleva consigo la noción de “eternidad”.
En la actualidad, hay filósofos que han puesto de manifiesto el carácter inconciliable de la atemporalidad con la omnisciencia divina y con la acción de Dios en el tiempo, tal como exige el concepto de “historia de la salvación”. Si Dios es omnisciente, conoce todos los enunciados verdaderos; pero hay enunciados cuya verdad varía con el tiempo (los que contienen términos indexicales o deícticos: “hoy llueve”). Por tanto, si Dios es omnisciente, varía con el tiempo. Otros sostienen que la omnisciencia es incompatible con la inmutabilidad y otros, en fin, sostienen explícitamente que “un Dios redentor no puede ser eterno, porque un Dios redentor es un Dios que cambia”, refiriéndose al hecho temporal de la Encarnación. Aquí se abren varias posibilidades en cuanto a lo eterno que está en Dios y a la eternidad que persiguen los hombres.
En este sentido, ya Platón (1986) había trazado la cuestión acerca del mayor bien que se puede desear con el amor, quizá como esa forma estética del amor:
El amor consiste en desear poseer el bien siempre. Pues el amor, Sócrates –dijo–, no es amor de lo bello, como tú crees. –¿Pues qué es entonces? –Amor de la generación y procreación en lo bello. –Sea así –dije yo. –Por supuesto que es así –dijo. Ahora bien, ¿por qué precisamente de la generación? Porque la generación es algo eterno e inmortal en la medida en que pueda existir en algo mortal. Y es necesario, según lo acordado, desear la inmortalidad junto con el bien, si realmente el amor tiene por objeto la perpetua posesión del bien (Banquete III, 207ª – 208b).
A partir de estas consideraciones platónicas, se puede concluir que el amor es amor de generación y procreación en lo bello en tanto que busca, no solo poseer el bien, sino la perpetuidad a través del mismo como ejercicio del bien. En suma, dicha cuestión se acerca a las implicaciones del amor en los asuntos políticos, ya que la idea de “bien” está marcada por unos elementos jurídicos y sociales que subyacen cualquier concepción política, como va a fundamentar Aristóteles, en cuanto expresa y define al hombre como un zoon politikon.
Lo estético como comprensión de mundo, de un yo y un tú.
Para que se dé la experiencia estética es necesario contemplar las cosas con “actitud estética”, lo cual exige, en principio, no adoptar una actitud práctica de interés por la utilidad de un objeto, o por su bondad moral, ni una actitud teórica de conocimiento intelectual del mismo. La actitud estética se caracteriza y distingue de cualquier otra por el desapego, el desinterés o la distancia. Estas expresiones indican no solo, negativamente, la ausencia de interés por la utilidad, la bondad y el conocimiento, sino también la necesidad de una actitud positiva de interés por la cosa tal como es, sin deseo de posesión. En tal actitud, queda la cuestión teórica de cómo se reconoce que un objeto, natural o artificial, es bello; por tanto, según H. Marcuse:
Las teorías que responden a la cuestión pueden ser subjetivistas –«es bello porque a mí me gusta», que equivale «a mí esto me produce un sentimiento estético»-, y por lo mismo irrefutables, o bien objetivistas –«me gusta porque es bello», que equivale a «esto tiene valor estético»– y, en este caso, han de enumerar las cualidades o rasgos que han de poseer las cosas bellas, o ha de presentarse el criterio por el que decidimos que algo es bello: los «cánones de belleza» (1983, p.69).
En cuanto al amor “erótico y amical”, contemplan la posibilidad de la posesión de aquello que es objeto del amor: idolatrar, venerar y volverse esclavo de lo que se ama se plantean como posibilidades sujetas a lo espontáneo, a la empatía, a la proximidad con aquello que se ama, mientras que el “ágape” se caracteriza y distingue, como forma estética, por el desapego, el desinterés o la distancia con respecto al objeto destinatario del amor. Pero ¿es el ágape un amor sin apegos? ¿Un amor desinteresado que no necesita la presencia del ser amado? Al inicio se abría la posibilidad que tiene un valor estético. Amar a Dios con todo el corazón, con todas las fuerzas, con toda el alma, con toda la mente, implica que en él hay una forma que solo puede ser captada por la totalidad de los sentidos que se activan para acceder a la sublimidad, a la eternidad del amor.
Es válido retomar cualquier pregunta relacionada con lo estético, en miras de contemplar lo bello del hombre, opacado actualmente debido a la fealdad que cada día reflejan sus acciones; estas, dejan mucho por cuestionar. De alguna manera, dichas obras establecen el vínculo entre la mismidad, reconocida y contemplada en el yo, con la otredad, que testifica la acreditación del mundo indeterminado, dado que el mundo debería contemplarse como el mundo abierto e infinito. Esta concepción, anticipada por el filósofo Giordano Bruno, sirvió para determinar y aceptar lo limitado y finito que es cada ser humano en relación al misterio que, en su esencia, encierra la oscuridad y luminosidad del laberinto como metáfora del mundo.
En su orden, se podría resaltar la experiencia ontológica que encierra la vida de cada ser humano a través de los interrogantes que lo angustian; estos, de alguna manera, posibilitan la existencia. Para tal existencia, la edificación y comprobación de la transformación simbólica del mundo, para aducir a una metáfora, están dadas, en primer lugar, por el descubrir lo que constituye al hombre: es decir, lo que hace posible y marca la diferencia en relación a los animales que, supuestamente, carecen de razón, tal como lo han expresado algunos autores a lo largo de la historia. Esta primera instancia impone condiciones de transformación: condiciones dadas bajo la mirada propiciada por el lente de las experiencias que, en cierto modo, complementan la cuaternidad de la existencia en perspectivas del amor, como lo son la experiencia estética y ética, en configuraciones de la belleza y el deber; experiencias que, al igual que las antes mencionada en el contexto del presente siglo XXI, han perdido la dimensión y configuración de la cultura occidental, particularmente.
Hoy, es válido preguntar por la representación del mundo: cuál es la experiencia que posibilita el poder hablar en perspectivas de belleza, bondad (virtud-vicio) y verdad a la manera de la crítica kantiana o, por qué no, en miras de la utopía socrática; es decir, el deseo por construir una sociedad de hombres que aspiren a la estética en términos de belleza. Actualmente, son pocos los hombres que se preguntan, especialmente, por cómo configurar la sociedad del presente; son pocos los que se preguntan qué sentido tiene el amor, qué es la honestidad, qué es la honradez, y todo aquello que hace posible la entrada y salida del laberinto, en perspectivas éticas y estéticas, bajo la mirada del amor.
La experiencia de amar es el fundamento capaz de garantizar la verdadera concepción ético-estética; esta es distinta a la actual, donde la cirugía facial y corporal hacen creer a toda una sociedad que la belleza está dada bajo criterios corporales, privilegiándose el cuerpo sobre el alma y desconociéndose que no hay belleza o experiencia estética de la vida si no se ha dado antes la configuración de la belleza del alma que se refleja en el cuerpo. Así, se aúna la teoría hilemórfica propuesta por Aristóteles, y se asesina a la misma belleza, dándose paso a una concepción tergiversada de la experiencia ético-estética que posibilita el acceso a la eternidad.
Hoy, se puede hablar de una sociedad que lanza un grito agonizante ante la necesidad de retomar el camino del laberinto desde las perspectivas del amor: estas, coligan la mismidad con la otredad y, en este sentido, entran a configurar lo verdaderamente humano mediante la estética. Dicha experiencia da la certeza de que la representación del mundo a la cual asistimos los seres humanos solo se configura, valga la redundancia, por medio del amor en la perspectiva de lo ético y de lo estético.
La experiencia del amor brinda la posibilidad al hombre de reconocer que solo en el otro es posible su existencia: puedo confrontarlo y dar cuenta de que existe. Por consiguiente, el amor confirma, de alguna manera, lo que el yo refleja en el tú a través de perspectivas netamente humanas y divinas. De ahí que el otro no necesite que se le tenga lastima: él es el reflejo de la mismidad reconocida gracias a la experiencia estética que cada yo puede vivir, a plenitud existencial, en medio de una sociedad que ha tergiversado la concepción de la estética bajo la mira del amor. Cabe entonces preguntar por qué el otro no necesita de lastima. El amor infunde en el hombre una característica que le es inherente: la libertad, entendida como aquello que posibilita en cada ser humano la aceptación de sí mismo delante de lo divino, pero esta libertad está anclada dentro de la posibilidad de la contradicción.
El valor máximo e inherente de la existencia es el amor por la vida. En este sentido, se puede comprender que el valor máximo para la persona que experimenta el amor está profundamente relacionado con la ética, dimensión humana entendida como la forma de ser, como la forma de estar en el mundo, como la base que permite a los hombres responder a la pregunta: ¿Por qué estamos en el mundo? Una posible respuesta a ello puede ser que la existencia es una gracia, es decir, un agradecimiento; sin embargo, sin antes haber experimentado el agradecimiento de existir en el mundo no es posible responder la segunda pregunta, que está en conexión con la primera: ¿De dónde venimos? Para el cristianismo, la intuición de que venimos de un mundo divino se hace presente únicamente en la experiencia de amar; por consiguiente, el mundo y la vida son bellos porque brotan de la fuente divina, que no es más que la experiencia estética. Esto equivale a decir que el origen de la ética es la estética, entendida esta como la capacidad de ver la vida y el mundo de manera bella. La belleza es la comunión de todos los acontecimientos que en la vida humana se han efectuado.
En este sentido, más que el imperativo de ser pensada, la vida infunde a los hombres el imperativo de ser vivida. Quien entiende de esta manera la vida humana puede entender también que la vida no es una fragmentación, no es algo que los hombres puedan dividir porque todo cuanto se experimenta en ella es una gracia, es algo así como la experiencia de la unidad entre felicidad y tragedia, alegría y tristeza, vida y muerte, día y noche, luces y oscuridades; sin embargo, esto solo es posible si se tiene la experiencia de amar. La experiencia de amar nos recuerda el origen del amor mismo que nos regaló el mundo clásico griego, bajo la génesis de que los padres son Poros y Penia. El amor es la unidad entre la abundancia y la escasez: esto es lo que encierra profundamente el significado de los padres de Eros en el mundo de los griegos. Dicha concepción se da, en el mundo del cristianismo, en la presencia de Dios, quien representa la capacidad de donarse por gratuidad en favor de los hombres, aún sin que estos lo merecieran. Amar es filosofar. Filosofar es ser niño; es decir, dejar que la vida sea, dejarse ser.
No es gratuito que la filosofía esté relacionada con el amor. Filosofar es vivir a la manera de un niño que vive el día a día, que vive bajo la eternidad del tiempo. El niño percibe el tiempo como si este fuera eterno. Filosofar es percibir el espíritu de lo divino en todas las cosas del mundo y de la propia vida, donde se conjugan las palabras convertidas en oración filosófica como legado de Platón (1986), mediante las palabras de su maestro Sócrates:
Oh querido Pan, y todos los otros dioses que aquí habitéis, concededme que llegue a ser bello por dentro, y todo lo que tengo por fuera se enlace en amistad con lo de dentro; que considere rico al sabio, que todo el dinero que tengo solo sea el que pueda llevar y transportar consigo un hombre sensato, y no otro (Fedón III, 172ª – 173 b).
Entretanto, en sus dimensiones éticas y estéticas, la vida humana implica el reconocimiento de que el origen de la existencia del hombre es misterioso y de que su destino está marcado: hay que morir. No obstante, por este hecho no nos abstenemos de pensar y de vivir la vida a partir de la filosofía como algo bello, bueno y verdadero, mucho más allá de la lectura moralista que occidente ha hecho acerca de la vida humana misma. Cuando hemos leído la vida humana en sentido moral, no solo hemos trastocado la vida misma, sino que también la hemos reducido a una débil lectura conductista en donde se vive en función de un premio y de un castigo; se nos ha olvidado que la vida tiene tres filtros que nos conducen a la plenitud como lo son: vivir en función del agradecimiento, vivir en función de la solidaridad y vivir en la dimensión del amor, entendiendo el amor como símbolo que permite conectar lo visible con lo invisible, una conexión que configura la vida misma.
En cuanto a la condición de simbolización, recurrimos a Ortiz-Osés para interrogarnos por la relación entre hermenéutica y posmodernidad (Ortiz-Osés, 2003). En la hermenéutica el lenguaje del amor se universaliza, cual junción o juntura del mundo del hombre: es decir, del mundo humano de la significación. Así las cosas, en él se dice pues, como afirmaba san Agustín, por signos.
A partir de esta consideración, no cabe concebir una dialéctica de la superación del mundo real por la idea, como si fuésemos simples máquinas modernas que piensan solo para habitar el mundo; se da, en cambio, una dialéctica de complementación de los contrarios, cuya síntesis se da como mediación. En el ámbito posmoderno, del cogito ergo sum moderno nos movemos hacia un amo ergo consum: amo, luego soy otro, amo luego coexisto (conser), por cuanto en el amor el ser es lo uno en lo otro.
En este sentido, el amor es la conexión de todas las cosas o realidades en un ser simbólico, así como la remediación de su sentido. Así lo propone el cristianismo al divinizar el amor y al señalarlo como el factor decisivo de la realidad y su afirmación, auténtico trasfondo del propio ser en el devenir; en palabras de M. Servet, “la salvación [se da] por el amor, ya que Dios no condena sino a quien se condena al desamor” (Ortiz-Osés, 2003, p.103). En este sentido, la relación entre realidad y simbolismo es para Ortiz-Osés (2003):
mediación humana, ya que el mundo que observamos es desdoblamiento de la realidad en idealidad, de lo real dado en lo ideal proyectado, las cosas se desdoblan en signos, las realidades en ideas, las visiones en imágenes, las sensaciones en emociones, las impresiones en expresiones, las personas en tipos o arquetipos, los deseos en utopías, los afectos en amores, la objetividad racional en ciencia, la potencia en poder (p.105).
Pero el mundo se resiste al poder y asistimos a un redoblamiento de lo superior en lo inferior, del pensamiento sobre la vida, del lenguaje sobre el mundo, del amor sobre el corazón, de lo subjetivo sobre lo objetivo, del propio Dios sobre su creación. En efecto, ya en las mitologías la Divinidad se redobla por emancipación en el mundo (herencia griega), mientras que en la Biblia Dios se redobla por creación en sus creaturas (herencia semita).
Pasemos entonces a este desdoblamiento y redoblamiento del eros en el mundo griego y en el mundo semita a través de la Biblia, a través del Cantar. ¿Dónde queda la razón? Sería razón hermenéutica definida como interpretación lingüística comprensora del sentido (mundo semita) y, por lo tanto, como inteligencia afectada (mundo griego). Nos movemos en una vía dialéctica que pone en tensión el “amor a la sabiduría” griego con la “sabiduría del amor” semita propuesta en el Cantar, para alejarnos así tanto de la tradición moderna que rezaba “nada de revelación” como del hastío posmoderno que proponía “nada de razón”.
Lo que equivale decir que la experiencia de amar es el origen de la libertad; esto implica la libertad del otro y:
como la libertad del otro es irreductible, debemos asumir, como proyecto la idea de hacernos amar por el otro: si deseamos poseer a los demás, no basta poseer el cuerpo, hay que adueñarse de la subjetividad, es decir, del otro sujeto en cuanto ama. «Amar es, en esencia, el proyecto de hacerse amar». La empresa es imposible y siempre condenada al fracaso, porque hacerse con la subjetividad del otro es hacerse con su libertad, y ofrecerse a la libertad del otro es constituirse en objeto, alienar la propia libertad. Es una empresa de dioses, imposible para el hombre, y por eso Sartre considera que «el hombre es una pasión inútil» (Sartre, 1978, p.20).
O un acto de responsabilidad que nos pone en el lugar de Dios; quizá a esa responsabilidad le tenemos miedo. A partir de estas consideraciones, que vienen de un largo camino iniciado en Platón, y la pretensión de racionalizar la emocionalidad, el amor es amor de la generación y procreación en lo bello en tanto que busca no solo poseer el bien, sino también alcanzar la perpetuidad a través del mismo como ejercicio del bien. Podemos concluir con Theilard De Chardin:
El amor es la más universal, la más formidable y la más misteriosa de las energías cósmicas. Socialmente se simula ignorarlo en la ciencia, en los negocios, en las asambleas, mientras que subrepticiamente está en todas partes. Desde el punto de vista de la Evolución espiritual, la extraña energía del amor sería en su esencia la atracción misma ejercida sobre cada elemento consciente por el Centro en formación del universo. Por eso la única salida común, de una conspiración de acuerdo con lema: amaos o pereceréis. (1967, p.35)
Por lo tanto, toda experiencia de amar en el contexto de la filosofía antropológica, a partir de interrogantes como “¿qué es el hombre?”, “¿quién es el otro?”, “¿cuál es el laberinto en el que se halla inmerso el hombre?”, etc., se mueve en la multiplicidad de la vida con base en el amor como imperativo que permite entrar y salir del laberinto; cuando no existe la individuación de cada ser humano, se hace estéril. Su presencia urgente en el contexto cultural actual puede hacer posible que se engendre el deseo estético, no entendido como lo ha hecho el siglo XXI, sino entendido como la relación intrínseca de la belleza interna con la belleza externa, prevaleciendo la primera sobre la segunda.
No se debe permitir, por tanto, que se haga constante la fragmentación; esta se ha convertido en un abismo tan profundo que cada día se hace más visible. Se busca, en cambio, la aspiración por alcanzar, mostrar y vivir en el estado estético, que siempre ha ofrecido al ser humano la posibilidad de vivir en comunión con los pilares que configuran al universo: yo, tú, cosmos y trascendencia. Esto es, en síntesis, el pretendido filosófico de vivir en “la bondad, la belleza y la verdad” que, a su vez, se hace visible en la relación con el otro: el ideal ético-estético propuesto por el mundo griego.
A partir del contexto filosófico-antropológico es posible, desde la experiencia del amor y en compañía con el otro, encontrarle sentido a la existencia: en la comunión pueden ser hallados los seres humanos, durante la estadía y recorrido por el laberinto. Como lo expone Dostoievski al final del texto Los hermanos Karamazov, cuyas palabras contienen la base de la fuerza para enfrentar el sinsentido de la existencia humana: “No os preocupéis de que nos reunamos para comer, es una costumbre vieja, eterna, y en ella hay algo bueno- ¡Ea, vamos! Así cogidos de la mano- y siempre será así toda la vida, cogidos de la mano” (2000, p.1070).
En este sentido,pensar acerca del mundo y acerca de todos los fenómenos que en él acontecen, es pensar en que el ser humano puede edificarlo; es decir, en el fundamento del “eros” que es capaz de transformar todo lo que existe en su entorno y realizar el milagro: que los seres humanos se levanten hasta el cielo. Cada uno escoge cordialmente, sostiene y ama al otro: esto es parte de la tradición semita que también hace que el hombre esté en cuanto a la experiencia de vivir en el laberinto y a la vez posibilita la salida.
Gran parte de la historia de la vida humana está determinada por la perspectiva de que la vida ha estado inmersa en un laberinto, donde el hombre mismo es un Minotauro, mitad hombre y mitad monstruo: este fue el símbolo que los griegos usaron para representar la complejidad que anida en la misma naturaleza humana y que, a la postre, implica la continua revisión de las distintas interpretaciones que se han realizado. En este sentido, la experiencia del amor se plantea como recurso posible para conseguir salir del laberinto pues, como creían los antiguos egipcios, únicamente la experiencia del amor posibilita habitar y vivir en la eternidad.
CONCLUSIONES
El amor es el puente entre lo estético y lo ético que hace posible comprender el anhelo de la unidad del ser en los hombres: el anhelo de unidad entre cuerpo y alma, pensamiento y sentimiento, palabra y acción, héroe y niño, sano y enfermo, sueño y vigilia, etc. El amor es el anhelo que se perdió y que, de manera incansable, han buscado los hombres desde los distintos conocimientos. Así, el alcanzar la unidad perdida del ser, para el mundo griego clásico, estuvo en la reconciliación de los contrarios: por eso, por ejemplo, los dioses Apolo y Dioniso no eran concebidos como contrarios, sino como complementos. El primero, Apolo, es el dios de la autocomprensión, pero no hay autocomprensión sino se experimenta el amor en sí mismo; sin embargo, llegar a experimentar el amor en sí mismo exige la experiencia del dolor y de esto se deduce que el segundo dios, Dioniso, sea quien represente la resurrección, como si la pedagogía establecida por estos dos dioses del mundo griego fuera que no hay autocomprensión sin la experiencia del dolor. Por consiguiente, el amor es un dar, pero, también es un perder.
El amor es abundancia y es escasez. El amor es el punto de partida, pero también es el punto llegada al despertar la conciencia de vivir. El despertar de la conciencia y el tomar conciencia de vivir es una tragedia: en esto los griegos fueron maestros. Esto equivale a decir que entre más conscientes están los hombres de vivir, más se aviva el sentimiento de la responsabilidad consigo mismo, con los otros y con la misma experiencia de lo divino; sin embargo, se aviva también el sentimiento de inseguridad, de desamparo de la existencia en el mundo. Es el momento que demanda la pregunta de cuando aún no éramos adultos: ¿Dónde hallar la justificación de vivir? Y la respuesta es que, posiblemente, sea en la experiencia del amor. El amor en la filosofía es el camino que permite que la palabra sea capaz de conmover el corazón tanto del que la pronuncia como de quien la recibe pero, también, es el camino del desapego: donde el salir de sí mismo da sentido pleno a la existencia del otro.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Aristóteles. (1998). Ética a Nicómaco. México: Porrúa.
Boecio. (1979). Consolación sobre la filosofía. Madrid: BAC.
De Chardain, T. (1967). La energía humana. Madrid: Taurus.
De Spinoza, B. (1980). Ética: Demostrada según el orden geométrico. Madrid: Ediciones Orbis.
Descartes, R. (2005). Las pasiones del alma. Madrid: Edaf.
Dostoievski, F. (2000). Los hermanos Karamazov. Madrid: Debate.
Drewermann, E. (1997). Psicoanálisis y teología moral, Tomo III. En los confines de la vida. Bilbao: Desclée De Brouwer.
Franfurt, H. G. (2004). Las razones del amor. Barcelona: Paidós.
Hobbes, T. (1979). Leviatán. Madrid: Editora Nacional.
Jung, C. G. (2005). Sobre el amor. Madrid: Trotta.
Marcuse, H. (1983). Eros y Civilización. Madrid: Sarpe.
Ortega y Gasset, J. (2000). Estudios sobre el amor. Madrid: Edaf.
Ortiz-Osés, A. (2003). Amor y sentido. Barcelona: Anthropos.
Platón. (1986). Banquete. Diálogos III. Madrid: Gredos.
Platón. (1986). Timeo. Diálogos VI. Madrid: Gredos.
Sartre, J. P. (1978). El existencialismo es un humanismo. Buenos Aires: Sur.
Silva, M. G. (2010). Ensayo sobre el ἀγαπε. México: Fondo de Cultura Económica. Recuperado de http://www.posgrado.unam.mx/filosofia/publica/III08silva.pdf
Weil, S. (1954). Raíces del existir. Buenos Aires: Sudamericana.