Sección General

Cien años de soledad en el espejo wayuu

One Hundred Years of Solitude regarded from the Wayuu mirror sight

Cindy Juliana García Gómez
Universidad Industrial de Santander, Colombia
María Isabel Salazar Bohórquez
Universidad Industrial de Santander, Colombia

Cien años de soledad en el espejo wayuu

Revista Jangwa Pana, vol. 21, núm. 2, pp. 123-131, 2022

Universidad del Magdalena

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Recepción: 22 Septiembre 2021

Aprobación: 19 Mayo 2022

Resumen: Las diferentes culturas con las que convive García Márquez en su infancia configuran en él una visión multicultural en la que lo sobrenatural, lo mitológico y lo ordinario tienen cabida; entre estas se resalta la cultura wayuu, influencia indígena que marca profundamente la obra del escritor, pues, así como García Márquez se siente cercano a la lengua de los guajiros, algunos de sus personajes buscan comunicarse únicamente en wayuunaiki. En la comunidad wayuu, los piaches o chamanes son aquellas personas que tienen la capacidad de comunicación con el mundo-otro (el más allá), curan enfermedades, interpretan los sueños, pronostican el futuro, leen la naturaleza y establecen relaciones con los muertos que, en forma de yoluja, regresan y cohabitan con los wayuu. En este sentido, el presente artículo establece cinco categorías en las que analiza la presencia de la cultura wayuu y la figura del piache en Cien años de soledad; estas abarcan el papel simbólico de los huesos, la vida en la muerte, la predicción del futuro, la clarividencia del mundo onírico y el rol de algunos personajes como chamanes. Estos elementos de la cultura wayuu, que se encuentran de manera explícita e implícita en Cien años de soledad, constituyen un gran tejido dialógico en el cual dos culturas del Caribe colombiano (la wayuu y la caribe predominante) entrecruzan formas de vida y pensamiento para crear personajes que no encajan en su totalidad en el canon indígena, pero tampoco en el occidental.

Palabras clave: Cien años de soledad, piache, chamán, cultura wayuu.

Abstract: In the Wayuu community, the quack doctors or shamans are those who have the ability to communicate with the beyond (the afterlife), cure diseases, interpret dreams, predict the future, read or interpret nature and establish relationships or bounds with the deads, who in the form of yoluja (the shadow of the Spirits), return and cohabit with the Wayuu. The previuos is a sign of the different cultures that García Márquez (Gabo) lived with. Since Gabo was a child or in his childhood, he experienced a bicultural (colombian and Wayuu) vision where the supernatural, the mythological and the ordinary life were part of his existence. Among these, the Wayuu culture stands out, an indigenous influence that deeply marks the writer's work, because, just as García Márquez feels close to the language of the “Guajiros”, some of his characters seek to communicate only in the Wayuu's mother tongue: Wayuunaiki. In this sense, this article establishes five categories to analyze the symbolic role of bones, life in death, the prediction of the future, the clairvoyance of the dream world and the role of some characters as shamans in that specific social group. These elements of the Wayuu’s culture, which are found explicitly and implicitly in One Hundred Years of Solitude, constituting a great dialogic fabric or unit, in which two cultures of the Colombian Caribbean intersect ways of living and thinking; and the characters do not fully fit into neither the common indigenous canon nor the Western ones.

Keywords: One Hundred Years of Solitude, quack doctor, shaman, Wayuu’s culture.

Introducción

Los piaches o chamanes son aquellas personas que, dentro de la comunidad wayuu, tienen la capacidad de comunicación con el mundo-otro (el más allá); gracias a esto, curan enfermedades, interpretan los sueños, pronostican el futuro, leen la naturaleza y establecen relaciones con los muertos que, en forma de yoluja, regresan y conviven con los wayuu. Un claro ejemplo de esto se evidencia con el personaje de Úrsula Iguarán, quien desde su figura matriarcal equilibra la vida espiritual y física de los miembros de su familia, pues su conocimiento sobre los poderes curativos de las plantas permite a los Buendía mantenerse a salvo; asimismo, Aureliano hereda esta condición chamánica y la desarrolla a través de los pronósticos que lo invaden en su vida.

En el proceso de creación de estos personajes, García Márquez acude a aquellos recuerdos vivos de su infancia, usa la memoria personal “para penetrar en un universo de arquetipos, símbolos y mitos que le pertenecen a toda la humanidad” (Mejía, 2015, p. 95). En este sentido, Cien años de soledad (1967) no solo recrea distintos episodios bíblicos como el Génesis, el Diluvio, el Éxodo, etc.; los clásicos griegos como el mito de Edipo; y las andanzas caballerescas de un coronel análogo al Quijote, quien lleno de un espíritu aventurero conoce la derrota como único resultado de sus batallas, sino que se nutre de elementos propios de la cultura caribe: “Gabo redescubre las virtudes del habla y el narrar popular del Caribe colombiano sobre la base de nuevas técnicas y procedimientos narrativos” (Araújo, 2015, p. 2).

Las diferentes culturas con las que convive García Márquez en su infancia configuran en él una visión bicultural en la que lo sobrenatural, lo mitológico y lo ordinario tienen cabida. Moreno Blanco (s. f.) afirma que hay en García Márquez “una infancia bicultural e incluso bilingüe que marcó su forma de ser y de estar en el mundo”. Esta afirmación se sustenta en las palabras del propio escritor.

La casa de Aracataca estaba llena de guajiros—de indios guajiros, no de habitantes del departamento de la Guajira—. Eran gente distinta, que aportaban un pensamiento y una cultura a esa casa, que era de españoles, y que los mayores no apreciaban ni creían. Pero yo vivía más a nivel de los indios, y ellos me contaban historias y me metían supersticiones (García Márquez, 1994, p. 36).

Así, la lengua y la cultura wayuu marcan la vida del pequeño García Márquez, quien aprende, tal como lo hacen Rebeca y Arcadio, a definir la vida doméstica a partir de este bilingüismo:

La lengua doméstica era la que sus abuelos habían traído de España a través de Venezuela en el siglo anterior, revitalizada con localismos caribes, africanismos de esclavos y retazos de la lengua guajira, que se iban filtrando gota a gota en la nuestra. La abuela se servía de ella para despistarme sin saber que yo la entendía mejor por mis tratos directos con la servidumbre. Aún recuerdo muchos: atunkechi, tengo sueño; jamusaitshi taya, tengo hambre; ipuwots, la mujer en cinta; aíijuna, el forastero, que mi abuela usaba en cierto modo para referirse al español, al hombre blanco y en fin de cuentas al enemigo (García Márquez, 2002, pp. 81-82).

Esta influencia indígena marca profundamente la obra del escritor, pues, así como Gabo se siente cercano a la lengua de los guajiros, algunos de sus personajes buscan comunicarse únicamente en wayuunaiki. Esta interacción entre culturas suscita el interés por parte de autores como Fernando Ortiz (2002), quien propone la implementación del término “transculturación” para referirse a los impactos que genera este choque cultural; sin embargo, este concepto es mucho más amplio, ya que comprende:

Un proceso en el cual siempre se da algo a cambio de lo que se recibe; es un “toma y daca”, como dicen los castellanos. Es un proceso en el cual ambas partes de la ecuación resultan modificadas. Un proceso en el cual emerge una nueva realidad, compuesta y compleja; una realidad que no es una aglomeración mecánica de caracteres, ni siquiera un mosaico, sino un fenómeno nuevo, original e independiente (p. 125).

No obstante, la predilección del wayuunaiki por encima del español en algunos de los personajes de Cien años de soledad evidencia un rechazo frente a los procesos de transculturación que se desarrollan en las rancherías.

Moreno Blanco (2015a) presenta un análisis de los principales aspectos de la cultura wayuu visibles en la novela. Este artículo establece cinco categorías en las que analiza el papel simbólico de los huesos, la vida en la muerte, la predicción del futuro, la clarividencia del mundo onírico y el rol de algunos personajes como chamanes. A pesar de la exhaustividad del análisis efectuado por Moreno, se evidencian algunos vacíos en la lectura de Cien años de soledad desde la perspectiva wayuu, pues algunos aspectos culturales no son mencionados por el crítico y dentro de los ejes que analiza se omiten algunos ejemplos de trascendencia en la obra; por ello, este trabajo tiene como finalidad suplir estas falencias.

Los chamanes y su disputa con los wanülüü en Cien años de soledad

Desde la concepción wayuu, el oficio de curar las enfermedades (wanülüü) está a cargo del piache o chamán; es decir, el curandero, “el intermediario entre el hombre común y corriente y los espíritus que tienen bajo su dominio la enfermedad” (Forero, 1995, p. 48). Michel Perrin (1995) describe el chamanismo como un deber ineludible de quien es designado por el mundo-otro para servir como canal de comunicación entre los yolujas (espíritus de los muertos) y aquellos que permanecen en la tierra de los vivos.

El chamanismo supone que ciertos humanos saben establecer a voluntad una comunicación con el mundo-otro. Pueden verlo y reconocerlo, a diferencia de los otros hombres, que no hacen más que sufrirlo y presentirlo. Son los chamanes. Son designados y elegidos por el mundo-otro… El mundo-otro ofrece una parcela de su poder a los chamanes para que puedan comprender el sentido profundo del mundo y aliviar los infortunios (p. 8).

Este etnólogo francés propone que el encuentro entre el chamán y el yoluja está mediado por la voluntad del primero; sin embargo, en Cien años de soledad son los espíritus quienes tienen la iniciativa para propiciar estos encuentros. Así, es Prudencio Aguilar quien regresa de la muerte en la intensa añoranza de compañía.

Aunque Michel Perrin alterne los términos “piache” y “chamán” como nominativos de un mismo oficio, Forero crea una pequeña distinción entre estos: el piache, relacionado con la parte medicinal, y el chamán, con los aspectos premonitorios. Para efectos de este análisis, se retoma esta división. Ahora bien, no se realiza una separación tajante entre las dos denominaciones, pues existen características compartidas que son indispensables para cada rol.

En relación con los piaches en la obra, se encuentra como principal exponente a Úrsula Iguarán, quien goza de una posición privilegiada dentro de su sociedad; no solo lleva las riendas económicas de su hogar, sino que decide el futuro de Macondo al negarse a partir: “Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero” (García Márquez, 2017, p. 23). Su poder se extiende al nivel de asumir el rol de curandera o piache. Es a ella a quien acude Fernanda del Carpio en busca de alivio para sus quebrantos:

Se había aproximado a Úrsula, confiando en que ella conociera algún paliativo para sus quebrantos. Pero la tortuosa costumbre de no llamar las cosas por su nombre la llevó a poner lo anterior en lo posterior, y a sustituir lo parido por lo expulsado, y a cambiar flujos por ardores para que todo fuera menos vergonzoso, de manera que Úrsula concluyó razonablemente que los trastornos no eran uterinos, sino intestinales, y le aconsejó que tomara en ayunas una papeleta de calomel (p. 361).

Aunque en esta oportunidad las recetas de Úrsula fracasan debido al pudor comunicativo de Fernanda, a lo largo de la obra muestra sus conocimientos en medicina tradicional y los pone al servicio de su familia, tal como sucede con el jarabe que da fin a las “turbaciones” de sus hijos Aureliano y José Arcadio o la inserción a la vida familiar de Rebeca tras el consumo de las medicinas creadas exclusivamente para ella:

Ponía jugo de naranja con ruibarbo en una cazuela que dejaba al sereno toda la noche, y le daba la pócima al día siguiente en ayunas. Aunque nadie le había dicho que aquel era el remedio específico para el vicio de comer tierra, pensaba que cualquier sustancia amarga en el estómago vacío tenía que hacer reaccionar al hígado (p. 55).

Su fe absoluta en la eficacia de aquellos tratamientos tradicionales es proyectada al máximo en el momento en que salva la vida de su hijo Aureliano: “Úrsula se lo disputó a la muerte. Después de limpiarle el estómago con vomitivos, lo envolvió en frazadas calientes y le dio claras de huevos durante dos días, hasta que el cuerpo estragado recobró la temperatura normal” (p. 160). Este mano a mano con los espíritus del más allá, representado en este caso particular por la muerte, es la principal demostración del poder chamánico de Úrsula como piache.

Cuando un guajiro se enferma,

su alma está como prisionera,

allí donde se encuentra el Sueño,

es ahí entonces que el espíritu del chamán

puede encontrarla y devolvérsela al enfermo

(Perrin, 1980, p. 30).

La disputa por el alma del enfermo se produce a través de un tasayú; es decir, espíritu intermediario entre los wanülüü y los piaches. Este espíritu es el encargado de comunicar las exigencias o los requerimientos necesarios para que la enfermedad abandone el cuerpo (Forero, 1995). Dicho rol es equivalente al que desempeñan las cartas que los médicos invisibles envían a Fernanda del Carpio. En este caso concreto, ellos demandan un proceder específico para la intervención:

Después de numerosos aplazamientos, se encerró en su dormitorio en la fecha y la hora acordadas, cubierta solamente por una sábana blanca y con la cabeza hacia el norte, y a la una de la madrugada sintió que le taparon la cara con un pañuelo embebido en un líquido glacial. Cuando despertó, el sol brillaba en la ventana y ella tenía una costura bárbara en forma de arco que empezaba en la ingle y terminaba en el esternón (García Márquez, 2017, pp. 393-394).

El actuar sigiloso y las intervenciones telepáticas que realizan los médicos invisibles no son más que una expresión del chamanismo wayuu corroborado en el relato de Forero (1995), quien, a través de la recopilación de la tradición oral wayuunaiki, describe la curación como un proceso en el cual es necesario dejar a la enferma sola durante toda la noche. El pago que se realiza por este procedimiento se concierta previamente en un diálogo entre el piache y los espíritus.

Los chamanes y las premoniciones

Los chamanes, personajes con capacidades adivinatorias, se caracterizan por su conocimiento de los mitos y sus significaciones; mantienen un estrecho contacto con el mundo de los espíritus, tal como lo señala Minta (como se citó en Moreno, 2015b): “son los depositarios de una sabiduría cuyo alcance trasciende la capacidad de la gente del común” (p. 32). En la obra, este personaje está representado principalmente por la parte masculina de la familia, lo cual incluye al anciano descolorido que se transmite a través de los recuerdos hereditarios; según Minta, “Melquíades también es una clase de eterno rey sacerdote. Posee muchos de los atributos del chamán, el tradicional sabio y sacerdote de los indios americanos” (p. 32). La característica que más resalta de este personaje es precisamente su basta sabiduría: “[su tribu] había sido borrada de la faz de la tierra por haber sobrepasado los límites del conocimiento humano” (García Márquez, 2017, p. 50).

Asimismo, José Arcadio Buendía tiene una conexión especial con el más allá que le permite, mediante un sueño, conocer el lugar idóneo donde debe fundar la población:

Soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella, y le contestaron con un nombre que nunca había oído, que no tenía significado alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo (p. 34).

Esta práctica de adivinar las propiedades de la tierra y el futuro que traería la fundación del pueblo en determinado lugar, según las recopilaciones de Perrin (1997), es una de las principales funciones de los chamanes:

Si quiero irme a vivir en otro lugar,

diré a la chamán: Adivíname esta tierra

así sabré si es buena para hacer una casa.

Solo este pedazo de tierra es bueno, este no,

Es el camino de los wanülüü, aquí caminan de noche.

Eso es lo que responderá la chamán (p. 229).

Igualmente, esta condición de chamán otorga a José Arcadio un nivel de sensibilidad y de lectura del mundo que le permite identificar lo que posteriormente Úrsula detectaría: el tiempo en Macondo “estaba dando vueltas en redondo” (García Márquez, 2017, p. 255), porque “la máquina del tiempo se ha descompuesto” (p. 96).

El miembro de la familia Buendía que mejor refleja el carácter premonitorio es Aureliano: su llanto uterino indicaba para muchos que tendría el don de pronosticar. Esta profecía se hace realidad desde los primeros años, cuando previene a Úrsula acerca de una olla que, a pesar de estar bien puesta en el centro de la mesa, cae tras la advertencia de Aureliano. Ya en su edad madura, ratifica sus artes adivinatorias cuando envía un sobre que vaticina la muerte de José Arcadio Buendía: “cuiden mucho a papá porque se va a morir” (p. 164).

Esta habilidad se constituye en su mejor escudo durante el periodo de la guerra, pues, en más de una ocasión, sus presagios le permiten salir con vida de diversos atentados:

El coronel Aureliano Buendía estaba aquella noche terminando el poema del hombre que se había extraviado en la lluvia, cuando la muchacha entró al cuarto. Él le dio la espalda para poner la hoja en la gaveta con llave donde guardaba sus versos. Y entonces lo sintió. Agarró la pistola en la gaveta sin volver la cara.

—No dispare, por favor —dijo.

Cuando se volvió con la pistola montada, la muchacha había bajado la suya y no sabía qué hacer. Así había logrado eludir cuatro de once emboscadas (pp. 149-150).

De esta manera, Aureliano pone al servicio propio un don que, como en el caso de Melquiades, está destinado al servicio de la humanidad.

Estos vaticinios no siempre se encuentran vinculados a un personaje, pues el texto emplea ciertas estrategias a partir de las cuales muestra el futuro cercano de la narración. En este sentido, el color amarillo es una huella narrativa que utiliza García Márquez para advertir sobre la inminencia de una tragedia; casi siempre, la muerte. Tal es el caso de “el inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias había de llevar a Macondo” (p. 256); o las mariposas amarillas que invadían la casa desde el atardecer y que daban cuenta de la presencia de Mauricio Babilonia; o las flores amarillas que aparecen en la dentadura de Melquiades; o aquellas que se precipitan como “una llovizna de minúsculas flores amarillas” (p. 166) en el momento de la muerte de José Arcadio Buendía; o, incluso, la rosa amarilla con la cual un caballero expresa sus afectos a Remedios, la bella.

La presencia de las flores amarillas en la obra es analizada por Mejía (2015), quien, a partir de una revisión bibliográfica, plantea las principales interpretaciones que se han propuesto en torno a este color. Así, Maturo (como se citó en Mejía, 2015) propone que estas flores simbolizan la conexión bíblica de José Arcadio Buendía “primero al Adán bíblico, luego al profeta Abraham, artífice de la primera alianza del pueblo judío con Dios; al final en su muerte, se transforma en el Cristo delirante y crucificado (al Castaño)” (p. 110); por ende, la lluvia de flores amarillas representa el sacrificio de un dios que, con su muerte, expía el pecado del pueblo. Mejía plantea que la presencia de las flores amarillas tiene un origen místico y alquímico, pues, aunque la novela no lo especifique, estas corresponden a flores de loto “que tienen un significado arquetípico que alude a la flor de oro de la mística taoísta” (p. 110); es decir, que estas se relacionan con un proceso espiritual, en el cual el hombre —representado por Melquiades— “supera las contradicciones de su psique, y alcanza la inmortalidad eterna gracias a que su corazón se ha liberado de las ataduras mentales de la rueda circular de las reencarnaciones humanas” (pp. 110-111).

Desde otro punto de vista, Pettey (2000) relaciona el color amarillo con las desilusiones amorosas que se presentan en la obra, en cuyo análisis plantea el término “amargura” como el significado directo de este color: “Si el oro representa búsquedas infructuosas de riqueza efímera o destellos de autoconocimiento igualmente fugaces, entonces, el amarillo es, al menos en parte, el color de la amargura, una amargura resultante del amor fallido[1]” (p. 168). Este sentido se encuentra íntimamente ligado al gran tema de la obra: la soledad; sin embargo, en un análisis profundo, surge la muerte como culmen de tal estado, así como lo representa la aparición de Prudencio Aguilar: “después de muchos años de muerte, era tan intensa la añoranza de los vivos, tan apremiante la necesidad de compañía, tan aterradora la proximidad de la otra muerte que existía dentro de la muerte” (p. 95).

De esta manera, la presencia del color amarillo —ligada a trenes, mariposas y flores— anuncia la cercanía de la muerte del personaje o, en el ejemplo del tren, de una muerte colectiva. Sin embargo, las flores amarillas que empiezan a surgir con el deterioro de la casa funcionan como una metáfora que abarca la totalidad de la estirpe Buendía:

No era solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la noche a la mañana en una crisis de senilidad. Un musgo tierno se trepó por las paredes. Cuando ya no hubo un lugar pelado en los patios, la maleza rompió por debajo el cemento del corredor, lo resquebrajó como un cristal, y salieron por las grietas las mismas florecitas amarillas que casi un siglo antes había encontrado Úrsula en el vaso donde estaba la dentadura postiza de Melquíades (pp. 406-407).

La presencia final de estas flores anuncia lo inevitable de la tragedia de los Buendía y el único fin posible para una estirpe que cíclicamente ha repetido los mismos comportamientos, así como lo presintió Melquiades en un momento de clarividencia, cuando “creyó encontrar una predicción sobre el futuro de Macondo. Sería una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no quedaba ningún rastro de la estirpe de los Buendía” (p. 67).

El regreso de los yoluja

La muerte, desde la concepción wayuu, es una prolongación de la existencia; en ella, el alma de los guajiros abandona el cuerpo rumbo a un “lugar montañoso y desierto al noroeste de la Guajira [Jepira]” (Forero, 1995, p. 68), sucedáneo al purgatorio cristiano. Allí, el alma se transforma en yoluja, “espíritu de los muertos”, y mantiene contacto con los vivos. Perrin (1994) afirma que:

Los guajiros tienen una extraordinaria concepción de la muerte […]. Han imaginado una suerte de ciclo vital que demuestra que morir no es inútil. Cuando uno muere va primero a Hepira […]. En esa tierra de muertos los wayuu se reencuentran bajo la forma de Yoluhas. Sus almas los siguen pero vuelven al mundo en los sueños de los vivos a inquietarlos. También se ve a los Yoluha en la noche (p. 21).

Paz Ipuana (2014) afirma que en la cultura wayuu

la vida se prolonga en el día, en la noche y más allá del tiempo. La vida es un ascenso a través de la muerte, se continúa viviendo en el territorio de los espíritus que no tienen huesos, los que viven en las cárcavas profundas de los cementerios olvidados, los que afloran en el sueño para entrar en contacto con los vivos y exigirles cualquier exequia, libaciones, comilonas y sacrificios, para estar en paz con la conciencia de los antepasados (p. 72).

Así, la oscuridad o la conciencia parcializada configuran el escenario idóneo para las visitas de los yolujas; estos regresan “al amanecer o al atardecer, mudos, como borrachos” (Forero, 1995, p. 69). Tal es el caso de la primera aparición de Prudencio Aguilar:

Una noche en que no podía dormir, Úrsula salió a tomar agua en el patio y vio a Prudencio Aguilar junto a la tinaja. Estaba lívido, con una expresión muy triste, tratando de cegar con un tapón de esparto el hueco de su garganta. No le produjo miedo, sino lástima. […] José Arcadio Buendía, fastidiado por las alucinaciones de su mujer, salió al patio armado con la lanza. Allí estaba el muerto con su expresión triste (García Márquez, 2017, pp. 32-33).

Prudencio no solo regresa a la tierra de los vivos en forma de yoluja, sino que encarna el concepto de vida tras la muerte que se presenta en la cosmovisión wayuu, “[un] juego incesante de la vida en la muerte, y de la muerte en la vida” (Paz Ipuana, 2014, p. 71). Este personaje regresa como parte de un código de venganza, pues para los wayuu todo crimen repercute en dos dimensiones: la humana, en la cual el pago se cobra en sangre, y la sobrenatural, pülashü, en la cual el espectro del muerto regresa para atormentar a los vivos, al punto de que “el acoso a que será sometido por el espectro del muerto lo obligará, no obstante, al destierro” (Moreno, 2015b, p. 57). En este sentido, Pineda (1947) resume esta ley cuando afirma que “el asesino guajiro sufre doble castigo: primero, el cobro de sangre que le presentan los familiares del muerto […] y, segundo, la presencia constante del espíritu del muerto que no lo abandona jamás” (p. 81).

De esta manera, la génesis de Macondo radica en ese código de honor wayuu, pues el crimen de José Arcadio solo se remedia, en parte, con su destierro: “—Está bien, Prudencio —le dijo—. Nos iremos de este pueblo, lo más lejos que podamos, y no regresaremos jamás. Ahora vete tranquilo” (García Márquez, 2017, p. 33). Igualmente, José Arcadio ofrece la vida de sus gallos como parte del proceso de expiación de sus culpas: “Antes de partir, José Arcadio Buendía enterró la lanza en el patio y degolló uno tras otro sus magníficos gallos de pelea, confiando en que en esa forma le daba un poco de paz a Prudencio Aguilar” (p. 33), esta acción se explica desde el ritual de aspersión que se realiza en la comunidad wayuu tras un asesinato, donde se exige el sacrificio de algunos animales preciados (Guerra, 2002).

El regreso de Prudencio Aguilar marca el punto de entrada a la dimensión pülashü, donde la muerte no es más que un camino hacia un segundo mundo, en el cual esta transcurre en paralelo a la vida, pues es un estado transitorio que lleva a la muerte definitiva. Este hecho explica que Prudencio Aguilar muestre rasgos de envejecimiento en su regreso a la tierra de los vivos:

Lo fatigó tanto la fiebre del insomnio, que una madrugada no pudo reconocer al anciano de cabeza blanca y ademanes inciertos que entró en su dormitorio. Era Prudencio Aguilar. Cuando por fin lo identificó, asombrado de que también envejecieran los muertos, José Arcadio Buendía se sintió sacudido por la nostalgia (p. 95).

Este envejecimiento ratifica la concepción wayuu, en la cual el alma abandona el cuerpo y continúa su existencia rumbo a una segunda muerte; esta vez, definitiva. Según las narraciones recogidas por Michel Perrin, “nosotros [los wayuu] morimos dos veces. / Una vez aquí, / y una vez en Jepira…” (Perrin, 1997, p. 31). Evidentemente, este es el destino de Prudencio Aguilar quien, en palabras del narrador, se reconoce cerca de este fin último:

Después de muchos años de muerte, era tan intensa la añoranza de los vivos, tan apremiante la necesidad de compañía, tan aterradora la proximidad de la otra muerte que existía dentro de la muerte, que Prudencio Aguilar había terminado por querer al peor de sus enemigos (García Márquez, 2017, p. 95).

No obstante, este no es el único personaje que se enfrenta a los límites de la existencia, pues Melquíades, en medio de la destrucción que prolifera en la casa, revela a Aureliano Babilonia “que sus oportunidades de volver al cuarto estaban contadas. Pero se iba tranquilo a las praderas de la muerte definitiva” (García Márquez, 2017, p. 404).

Tras esta segunda muerte, los huesos adquieren un valor de receptáculo de la identidad de cada clan, en ellos reposa el pasado, el presente y el futuro de una comunidad (Moreno, 2015b). Esto explica por qué Rebeca llega a Macondo con “un talego de lona que hacía un permanente ruido de cloc cloc cloc, donde llevaba los huesos de sus padres.” (García Márquez, 2017, p. 53). La férrea identidad de este personaje se remarca a partir de diversos gestos: por ejemplo, ella se niega a comunicarse en una lengua diferente al wayuunaiki a pesar de que entiende a la perfección el español; asimismo, escapa de la dinámica de los Buendía, pues cambia los almuerzos familiares por la intimidad de sus platillos de tierra. Estos pequeños actos de rebeldía afianzan la identidad primaria de Rebeca, pues al ingerir tierra metafóricamente consume su propia cultura y repele la extranjera. Cuando ella abandona el consumo de este elemento natural, y por ende asimila las costumbres occidentales, surge la gran metáfora del olvido a partir de la peste del insomnio.

Justamente, en el desarrollo de esta enfermedad reaparece la figura del chamán encarnada en Úrsula, pues ante este mal que azota a los habitantes de Macondo, prepara un brebaje que, en lugar de inducir el sueño, hace que estén “todo el día soñando despiertos” (p. 57). Esta situación da pie al regreso desde la muerte de los padres de Rebeca, pues:

Soñó que un hombre muy parecido a ella, vestido de lino blanco y con el cuello de la camisa cerrado por un botón de oro, le llevaba un ramo de rosas. Lo acompañaba una mujer de manos delicadas que separó una rosa y se la puso a la niña en el pelo. Úrsula comprendió que el hombre y la mujer eran los padres de Rebeca (pp. 57-58).

Este episodio de Cien años de soledad resalta la conexión que existe entre el espíritu de los muertos y los sueños en la cultura wayuu, pues, según Michel Perrin (1980), los yoluja “son las almas de los muertos […] que vuelven a la tierra, / a través de nuestros sueños. / Es a ellas a quien nuestras almas encuentran / cuando soñamos con los muertos” (p. 31); por esto, una lectura de la aparición de los padres de Rebeca, desde la cosmovisión wayuu, se asume como un proceso verosímil auspiciado por la influencia del chamanismo.

Por otro lado, los muertos antiguos que pierden su individualidad de yoluja y se convierten en wanülü (Perrin, 1979) regresan a la tierra de los vivos a través de la lluvia, tal como lo registra Perrin (1979): “los guajiros muertos desde hace mucho tiempo, / es eso la lluvia” (p. 56). De esta manera, la concepción wayuu suprime la carga negativa atribuida a la muerte por la cultura occidental, pues esta transformación del espectro en un elemento indispensable para la existencia como el agua hace que “morir no parezca inútil, han convertido a los difuntos en eslabones de una transformación que procura la reproducción simbólica de la sociedad” (Perrin, 1997, p. 37), de manera tal que este tránsito configura un ciclo vital necesario para la existencia: “La vida terrestre es tributaria de los muertos puesto que de ellos dependen las lluvias que cada año hacen reverdecer el desierto y por ende la vida” (p. 41).

En este sentido, la lluvia que aparece en Cien años de soledad tras la masacre de las bananeras constituye un elemento purificador que libra al pueblo del yugo de la United Fruit Company. Hay que recordar que con la llegada de esta compañía Macondo se llena de advenedizos que trasforman el pueblo en “un campamento de casas de madera con techos de cinc” (p. 51), que cambian por completo las dinámicas colectivas. Estos extranjeros que llegan a Macondo representan la visión catastrófica de los alijuna, que perturban la armonía de los wayuu y por ende atraen la desgracia; en Macondo los extranjeros no son bien recibidos, tal como sucede con el corregidor, que llega a imponer la ley del Estado, y con el padre Nicanor Reyna, que impone la ley de Dios.

Esta situación cambia frente a aquellos forasteros que prometen el progreso para el pueblo, pues la compañía bananera, en un principio, es el símbolo de aquella búsqueda infructuosa de los “beneficios de la ciencia”, que emprendió tiempo atrás El Patriarca. Sin embargo, la relación que se establece con la compañía norteamericana, y su posterior desenlace, ratifica las prevenciones del Coronel frente a la llegada de los gringos: “—Miren la vaina que nos hemos buscado —solía decir entonces el coronel Aureliano Buendía—, no más por invitar un gringo a comer guineo” (García Márquez, 2017, p. 262).

Aureliano Babilonia comparte esta actitud reacia hacia la compañía, pues desde su visión “Macondo fue un lugar próspero y bien encaminado hasta que lo desordenó y lo corrompió y lo exprimió la compañía bananera” (García Márquez, 2017, p. 395); esta reticencia de algunos de los miembros de la familia Buendía se explica en el desenlace de esta parte de la historia de Macondo, pues la masacre de las bananeras constituye la realización de los temores wayuu frente a la desgracia que conllevan los extranjeros.

Sin embargo, lo más importante de este episodio es la lluvia que sucede a la masacre, pues hay que recordar la vinculación entre este fenómeno natural y la muerte en la concepción wayuu. En este orden de ideas, la lluvia simboliza el regreso del espíritu de los trabajadores masacrados en la plaza, quienes, a través de la unión de las gotas de agua como metáfora de los yoluja, constituyen una fuerza capaz de arrasar con la presencia del alijuna.

Macondo estaba en ruinas. En los pantanos de las calles quedaban muebles despedazados, esqueletos de animales cubiertos de lirios colorados, últimos recuerdos de las hordas de advenedizos que se fugaron de Macondo tan atolondrados como habían llegado. Las casas paradas con tanta urgencia durante la fiebre del banano habían sido abandonadas. La compañía bananera desmanteló sus instalaciones. De la antigua ciudad alambrada solo quedaban los escombros (pp. 374-375).

Así, los antepasados restauran el ciclo de vida de Macondo, un pueblo que, sumido poco a poco en la influencia extranjera, camina hacia la destrucción total e inevitable de su cultura.

Conclusión

La obra de García Márquez, en especial Cien años de soledad, se ve profundamente influenciada por la cultura indígena wayuu: su especial forma de concebir la muerte como una extensión de la vida, la relación con la tierra, la predicción del futuro, la clarividencia del mundo onírico, la presencia del chamanismo en la vida doméstica y el papel simbólico de los huesos son valores que prevalecen y unen la sociedad de Macondo.

En Cien años de soledad la concepción wayuu sobre la muerte es transversal en la narración; desde esta visión, tras la muerte, el alma abandona el cuerpo y continúa su existencia rumbo a una segunda muerte, esta vez definitiva. El espíritu de los muertos regresa en forma de yoluja; los muertos antiguos pierden su individualidad de yoluja y se convierten en wanülü, regresan a la tierra de los vivos a través de la lluvia. En la novela, los muertos regresan y conviven con los habitantes de Macondo, comparten sus aflicciones y pesares como la soledad que siente Prudencio Aguilar en su tránsito hacia una muerte definitiva; en el punto más alto de destrucción ocasionada por la compañía bananera, el espíritu de los trabajadores regresa en forma de lluvia y arrasa con la presencia alijuna que llevó el mal a Macondo.

Otra forma en la que regresan los yoluja es a través del mundo onírico; tal sucede con los padres de Rebeca, quienes se comunican con su hija durante los sueños inducidos por el brebaje que prepara Úrsula contra el insomnio. A través de la inserción de estos personajes se rescata la importancia de los huesos como receptáculo de la cultura wayuu; por esto, Rebeca llega con un talego que contiene los restos de sus padres. Por otro lado, Úrsula amenaza con su muerte para evitar que José Arcadio abandone Macondo, pues en palabras del patriarca: “uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra” (García Márquez, 2017, p. 23).

El chamanismo y las premoniciones hacen parte de la génesis y del fin de Macondo. José Arcadio, a través del mundo onírico, accede a la ubicación, el nombre y las características futuras del pueblo donde crecerá su estirpe; asimismo, Melquiades, desde su conexión con el mundo espiritual, vaticina el declive de Macondo a través de los pergaminos que en el final de la novela descifra Aureliano Babilonia. Estos vaticinios no siempre se encuentran relacionados con la figura del chamán, pues el texto emplea ciertas estrategias a partir de las cuales muestra el futuro cercano de la narración. Tal es el caso del color amarillo, que es utilizado por García Márquez como una huella narrativa para advertir sobre la inminencia de una tragedia; casi siempre, la muerte: por ejemplo, el tren, las mariposas y las flores amarillas.

Estos elementos de la cultura wayuu, que se encuentran de manera explícita e implícita en Cien años de soledad, constituyen un gran tejido dialógico en el cual dos culturas del Caribe colombiano entrecruzan formas de vida y pensamiento para crear personajes que no encajan en su totalidad en el canon indígena, pero tampoco en el occidental. Es importante recordar que esta visión de lo wayuu se presenta al lector a través de los ojos de un alijuna y, por ende, todo acercamiento a estas formas de vida no es más que el reflejo que se filtra por la subjetividad del escritor.

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Notas

[1] If gold, then, represents fruitless searches for ephemeral wealth or equally fleeting glipses of self-knowledge, then yellow is, in part at least, the color of bitterness, a bitterness resulting from failed love.

Información adicional

Cómo citar este artículo: García, C. y Salazar, M. (2022). Cien años de soledad en el espejo wayuu. Jangwa Pana 21(2), 123-131. doi: https://doi.org/10.21676/16574923.4632

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