Dossier: Constitucionalismo Latinoamericano, Derecho Indígena y Estatal II

Inalienabilidad como fundamento de la libertad y el derecho indígena al veto. Traducción intercultural en las constituciones de Colombia y Ecuador

Inalienability as the foundation of freedom and Indigenous right to veto. Intercultural translation in Ecuadorian and Colombian Constitutions

Isabela Figueroa
Universidad del Magdalena, Colombia

Inalienabilidad como fundamento de la libertad y el derecho indígena al veto. Traducción intercultural en las constituciones de Colombia y Ecuador

Revista Jangwa Pana, vol. 21, núm. 1, pp. 64-77, 2022

Universidad del Magdalena

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Recepción: 09 Febrero 2021

Aprobación: 24 Marzo 2022

Resumen: La inalienabilidad de las tierras indígenas, vigente en las Constituciones de Colombia y Ecuador, puede ser leída como una zona de contacto para el trabajo de traducción intercultural propuesto por Santos. Es un equívoco cultural a ser explorado en el perspectivismo de Viveiros de Castro, permitiendo comunicación entre los sistemas indígenas de tenencia de tierras y el régimen liberal de la propiedad privada. Aunque creadas con la finalidad de transformar las tierras y posesión indígenas, las reglas de inalienabilidad sirvieron como un instrumento para su protección, por lo que su constitucionalización fue reivindicada por los movimientos indígenas de Ecuador y Colombia. Las asambleas constituyentes de los noventas, aunque hayan sido el lugar más adecuado para dar inicio a los diálogos interculturales en el campo de lo que llamamos Derecho, preservan asimetrías de poder porque conservan el marco jurídico liberal. A partir de un ejercicio de traducción intercultural en el campo jurídico, este texto defiende el derecho indígena al veto y propone imaginar un marco de negociación intercultural en cuyo ámbito el Derecho sea visto como un sistema amplio de comunicaciones.

Palabras clave: inalienabilidad, indígena, propiedad, derecho al veto, traducción intercultural.

Abstract: The notion of inalienability applied to indigenous lands in the Ecuadoran and Colombian Constitutions is an intercultural contact zone that allows the method of translation proposed by Santos, as well a cultural mistake to be explored according to Viveiros de Castro’s perspectivism. It affords communication between Indigenous land tenure systems and the liberal private property regime. Despite being created to eliminate the Indigenous land and traditional tenure, inalienability rules worked as a tool for protecting it, for which their constitucionalization was claimed by the indigenous movements in Ecuador and Colombia. The Constituent Assemblies were the proper place to start intercultural dialogues in the field of what we call Law, however they preserved power asymmetries as they maintain the liberal legal frame. Departing from an intercultural translation exercise in the field of Law, this article defends the Indigenous right to veto and proposes imagining an intercultural negotiation frame where Law can be seeing as a wide system of communication.

Keywords: inalienability, indigenous, property, right to veto, intercultural translation.

Introducción

Durante los noventa, las sociedades ecuatoriana y colombiana experimentaron lo que hasta pocas décadas antes era impensable en la historia constitucional de cada país: la participación de líderes e intelectuales indígenas en las asambleas nacionales constituyentes. Uno de los resultados de esos eventos fue la constitucionalización de una serie de derechos colectivos a los pueblos indígenas y otras comunidades tradicionales en ambos países. Esas asambleas fueron respuestas a procesos políticos disímiles. La Asamblea Constituyente colombiana de 1991 respondió especialmente al desgaste de un Estado incapaz de responder a la creciente violencia y consolidación de redes de narcotráfico. En Ecuador, la Asamblea Constituyente de 1998 fue una de las principales reivindicaciones de un movimiento indígena nacional que venía afianzándose regionalmente desde la década anterior. En 2008, la Constitución ecuatoriana fue nuevamente reformada e incluyó otras reivindicaciones indígenas.

Las asambleas constituyentes de ambos países apuntaron hacia reformas estatales que respondieran al carácter multisocietal (Tapia, 2006) de sus poblaciones. La Constitución vigente del Ecuador define al Estado ecuatoriano como plurinacional e intercultural[1]. La Constitución colombiana, a su vez, explicita la diversidad étnica y cultural de la nación y exalta la pluralidad del Estado, lo que implica el reconocimiento de un Estado multicultural. [2] La región observó cómo los movimientos indígenas reivindicaron su voz y sus derechos negados desde la llegada de los primeros europeos. Las sociedades colombianas y ecuatorianas fueron llevadas a hacer negociaciones de gobernabilidad con los indígenas, estableciendo el inicio de nuevos imaginarios políticos reflejados en las nociones de multiculturalidad y plurinacionalidad contenidas en las constituciones vigentes.

Uno de los ejes centrales de las resistencias de estos pueblos ha girado en torno al régimen de propiedad. Entre las reivindicaciones relacionadas con los títulos de posesión de territorios ancestrales, es de notar que las reglas de inalienabilidad para las tierras tradicionales colectivas -que en el pasado significaron políticas de asimilación- hayan sido una de las demandas centrales de los movimientos indígenas en ambos países.

La legislación en ambos países ha afianzado distintas políticas respecto a tierras indígenas: extinción, manutención parcial, manutención, o reforma agraria. Casi siempre estas políticas estuvieron acompañadas por reglas de inalienabilidad. Porque se pensaba que los indígenas carecían de la inteligencia o de las aspiraciones de desarrollo necesarias para tomar buenas decisiones financieras, no cabía poner sus tierras en régimen de propiedad privada. En este sentido, las reglas de inalienabilidad, un contrasentido de la idea liberal de propiedad, ubicaban las tierras indígenas en un lugar de transición hacia la civilización y el mercado. En el mismo lugar donde se suponía estaban ubicados los indígenas.

Las reglas de inalienabilidad, sin embargo, no sólo fueron incapaces de eliminar los sistemas indígenas de tenencia de la tierra en ambos países, sino que fueron un instrumento jurídico que se mostró relativamente eficaz para protegerlos. Las reglas de inalienabilidad han servido como escudo legal para que los indígenas sigan ejerciendo cierto grado de libre determinación. A pesar de que las asambleas constituyentes formadas a partir de los años noventa en ambos países hayan sido el lugar más adecuado para empezar los diálogos interculturales en el campo de los conocimientos de lo que se dice “jurídico”, también mantiene la asimetría cultural porque conserva su marco conceptual liberal que privilegia al individuo. Nos hace falta imaginar un tercer marco que surja del diálogo y de la traducción entre culturas. Uno que nos permita imaginar un nuevo pacto social y en cuyo ámbito el Derecho sea visto como un sistema amplio de comunicaciones. Para eso es necesario, en primer lugar, superar la idea de un pacto social original como fundamento del Estado, desviando el enfoque jurídico constitucional de la idea de soberanía estatal (pueblo soberano) y orientándolo a las demandas de libre determinación de los distintos pueblos, incluyendo los no indígenas.

Existe una variedad de trabajos teóricos respecto al constitucionalismo desde las perspectivas nacionalista, feminista y multiculturalista, y también existen estudios que tratan de las demandas indígenas en el derecho constitucional. Muy pocos, sin embargo, son los trabajos que ponen en perspectiva la resistencia de los pueblos indígenas en la historia del constitucionalismo en América Latina. Este texto no pretende llenar este vacío, que solo puede ser llenado por las voces propias de esos pueblos, sino que parte de la insuficiencia de la disciplina jurídica para este tipo de investigación. Algunos juristas proponen que las nuevas constituciones de Ecuador y Colombia son “garantistas” (multiplicación de las garantías de los derechos individuales tradicionales y reconocimiento de derechos sociales desconocidos y abandonados por teorías tradicionales (Ferrajoli, 2000). Esta perspectiva reduce la importancia de la negociación intercultural que, a mi ver, está en juego en ambos países. Dado que la utilización del conocimiento, incluyendo el jurídico, se hace de manera estratégica por parte de los movimientos sociales en su lucha por autonomía, el pensamiento disciplinar es limitado para analizar todos esos nuevos problemas jurídicos. Aun así, la pretensa neutralidad de la disciplina del Derecho tiende a ocultar estas insuficiencias.

Existe una amplia discusión política y académica respecto a las diferencias entre las nociones de multicultural, plurinacional e intercultural. Walsh (2009) identifica los distintos matices que yacen en cada una de estas nociones: el multiculturalismo básicamente quiere acomodar las diferencias sociales bajo la matriz cultural dominante, mientras que la plurinacionalidad requiere una implosión del sistema vigente por medio de la interculturalidad. Pese a la importancia política y jurídica del análisis y conceptualización de esos términos, yo no los discutiré en este texto. Al contrario de lo que ha sucedido en Ecuador, ni la plurinacionalidad ni la interculturalidad han sido reivindicados como postulados constitucionales por el movimiento indígena en Colombia.

No me enfocaré en los antecedentes históricos sociales que configuraron las organizaciones indígenas que en los noventas promovieron los cambios constitucionales. Tampoco me detendré en los procesos políticos que condujeron a la elaboración de las constituciones, sino en las posibilidades que estas ofrecen para la reconfiguración de las formas jurídicas en ambos países. Me interesa, especialmente, trabajar con la idea de la inalienabilidad, su significado para el derecho liberal y su aplicación constitucional a las tierras indígenas. Si la inalienabilidad inicialmente fue una herramienta de asimilación cultural e intervención estatal, ¿por qué los movimientos indígenas han demandado su constitucionalización como mecanismo de protección de su autonomía política? ¿Qué nos dice eso sobre las nociones indígenas y no-indígenas de igualdad y libertad?

Mi enfoque es el trabajo de traducción propuesto por Santos (2009) y la tarea de “descubrir qué es un punto de vista para el indígena” (Viveiros de Castro, 1996, p. 60) propuesta por el perspectivismo amerindio de Viveiros de Castro (1996, 2015). A partir de este ejercicio, propondré un acercamiento a otras propuestas de libertad e igualdad, argumentando que, para seguir construyendo unos sistemas políticos interculturales, es preciso que los sistemas jurídicos colombianos y ecuatorianos respeten el derecho de los pueblos indígenas a vetar proyectos de desarrollo en sus territorios. Argumentaré que esa es una manera de conciliar la realidad de la diferencia con los ideales de igualdad en los sistemas políticos estatales de ambos países. Más que centrarnos en los límites jurídicos de los derechos de los pueblos o las atribuciones de los Estados, es necesario imaginar un nuevo marco de negociación político jurídico que supere el “pacto constitucional”.

Mi lectura y propuesta imaginativa, que quede claro, es limitada tanto por mi matriz cultural como por mi formación académica. Así como otras culturas han estado haciendo esfuerzos por traducir sus intereses y demandas en lenguaje distinto al suyo, y asimismo reconceptualizan el derecho positivo desde sus posiciones culturales, mi ejercicio en este texto es ubicar desde “el lado de acá” de qué manera esos esfuerzos de traducción inciden en el discurso jurídico, lo contaminan y lo subvierten. Lejos de intentar traducir el pensamiento indígena, propongo tomar este pensamiento en serio y experimentar un diálogo entre sus ideas y las ideas occidentales de igualdad y libertad. Busco una traducción inversa, construir interpretaciones alternativas que me acerquen a la interculturalidad.

La inalienabilidad de las tierras indígenas

La formación y consolidación de las repúblicas del Ecuador y Colombia se valieron, entre otras, de la estrategia de presentar la experiencia indígena como inexistente. La concepción de un tiempo universal lineal fue uno de sus ejes (Figueroa, 2014). El tiempo presente empezaba a partir de un pacto social producto de la civilización, perspectiva que dejaba a los pueblos y personas indígenas por fuera del presente, existiendo como pruebas fehacientes de un pasado salvaje y no civilizado. Su remisión a un estado de naturaleza fortalecía el mito del contrato social como fuente de autoridad, narrativa que legitimaba la colonización de sus territorios.

Aunque Ecuador y Colombia compartieron un mismo ideal y matriz civilizatorios, sus élites utilizaron estrategias jurídicas distintas para colonizar el sujeto indígena en cada país. A grandes rasgos, podemos identificar que Colombia, especialmente durante el siglo XX, legisló la transformación del indio en “trabajador libre” y posteriormente ubicó a los indígenas que aún estaban en los resguardos bajo la administración del Ministerio de Agricultura. En Ecuador, donde las colectividades indígenas aún no eran sujetos de derecho, primero se creó la figura de la “comuna” y luego la de “comunidades campesinas” como la única vía estatal por la cual los indígenas podrían tener algún grado de seguridad sobre sus tierras. Posteriormente, las reformas agrarias en ambos países y las legislaciones relacionadas al trabajo agrícola se orientaron, entre otros fines, a consolidar la integración social del indio por medio del trabajo rural (Figueroa, 2016).

A inicios del siglo XX, la doctrina de la tutela se hizo vigente en el derecho internacional. Si hasta entonces la distinción de los pueblos en el sistema internacional era establecida en virtud de la diferencia cultural (pueblos bárbaros y pueblos civilizados), la formación de la Sociedad de Naciones en 1919 estableció un paradigma económico para la diferencia: adelantados y atrasados (Anguie, 2005). Pese a que los países latinoamericanos no hacían parte de la Sociedad, su doctrina resonó en la región y se transformó en política indigenista por medio de las propuestas integracionistas de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). En 1957, la OIT aprobó el Convenio 107 para las poblaciones indígenas y tribales e indicó que los gobiernos de sus Estados miembros debían ofrecer los medios para que las poblaciones indígenas y tribales pudiesen insertarse en el desarrollo económico de las sociedades nacionales. El tutelaje de los indígenas por parte del Estado pasó a ser una política legitimada por el derecho internacional.

Como he argumentado en otro lugar (Figueroa, 2016), las políticas de desposesión de tierras indígenas (extinción, manutención parcial, manutención o reforma agraria) casi siempre estuvieron acompañadas por reglas de inalienabilidad, ubicándolas en un lugar de transición por fuera de la propiedad privada de matriz liberal que era protegida por las Constituciones de cada país.

La participación directa de representantes indígenas en las asambleas constitucionales de aquellos países a partir de fines del siglo XX significó un punto de inflexión de esta dinámica. El reconocimiento político y el otorgamiento de un status legal a los pueblos indígenas (ya no más poblaciones) puso sobre la mesa una diversidad de sujetos negados, interrumpió la narrativa del tiempo lineal y abrió espacio para reconfiguraciones de pasado y futuro. Las nociones de multiculturalismo en la década de los noventas y, más recientemente, la consolidación de la plurinacionalidad e interculturalidad en la Constitución de Ecuador indicó el reconocimiento de la coexistencia simultánea de sociedades diversas en un mismo territorio donde cada una es articulada por un tipo de civilización que no fue absorbida por la modernidad.

Tanto en Ecuador como en Colombia, uno de los ejes que une las reivindicaciones de estas sociedades diversas es el régimen de propiedad, sea en la forma de reivindicación de tierras o de disputa por el control de los recursos naturales.

La idea de propiedad es un catalizador de tensiones porque diferentes civilizaciones tienen modos diferentes de relacionarse con la naturaleza. En la civilización eurocentrada, la propiedad privada es uno de los núcleos duros del discurso jurídico ortodoxo, siendo comparable a la soberanía por relacionar autoridad con exclusividad. Por su posición central y fundacional en los sistemas sociales y jurídicos de ambos países, percibo la propiedad como un lugar apropiado para construir estrategias discursivas que puedan resignificar viejas categorías jurídicas con nuevos sentidos y fortalecer otros imaginarios políticos y sociales.

Traducir para resignificar: la noción de inalienabilidad como zona de contacto intercultural

Santos (2009) propone dos metodologías para contrarrestar el desperdicio de la experiencia humana: la sociología de las ausencias para expandir el presente y la sociología de las emergencias para contraer el futuro. Ambos métodos revelan la diversidad de experiencias sociales que han sido negadas por la modernidad. Las relaciones que se puedan dar entre esta diversidad no deben ser pensadas, comprendidas ni explicadas por medio de ninguna teoría general universal abstracta que reclame la totalidad. En lugar de ello, Santos propone trabajar con la traducción, creando comunicación mutua entre experiencias (ibíd.).

Al reconocer la multiplicidad de experiencias como telón de fondo de nuestras observaciones, es preciso encontrar algún punto de una articulación recíproca entre saberes y prácticas. La traducción opera como un facilitador de esta articulación. Al traducir, no se debe desear absorber o integrar al otro, sino esclarecer lo que une y separa las diferentes prácticas, determinando posibilidades y límites de la articulación entre ellas (ibíd.). En el diálogo intercultural no existen “verdades” a ser develadas, sino acercamientos, matices y principios a ser comunicados (A. Ramos, comunicación personal, 16 de julio de 2014). Es eso lo que hace fértil el campo de la diferencia. No es necesario, deseable ni tampoco posible traducir la totalidad de una cultura, sino las zonas de contacto, los “campos sociales donde diferentes mundos de vida normativos, prácticas y conocimientos se encuentran, chocan e interactúan” (Santos, 2009, p. 141).

Aunque en las Repúblicas haya sido una herramienta jurídica utilizada por las élites político-económicas para controlar la integración de las tierras indígenas hacia el régimen de la propiedad privada, la inalienabilidad de esas tierras llegó a ser una de las reivindicaciones centrales del movimiento indígena en las asambleas constituyentes de los noventa. Al mismo tiempo que explicitaba el deseo criollo por la paulatina desindianización del indígena, la inalienabilidad también ofrecía un lugar para que parte del presente indígena negado pudiese seguir floreciendo. Así, entiendo la inalienabilidad como una zona de contacto intercultural e interepistémico con una característica especial que la hace aún más rica: es un equívoco criollo estratégicamente bien explorado por los indígenas. Hay que reconocer la existencia de este equívoco para recuperar la lección de diálogo que está en él contenida: no presumir que lo que el Otro y nosotros decimos tiene el mismo significado (Viveiros de Castro, 2015).

Reconocer el equívoco y escuchar al Otro

La propiedad privada protege al individuo de relaciones de explotación, sean realizadas por otros o por el Estado. Según el sistema de derecho internacional de las Naciones Unidas, la libertad de un individuo es violada cuando se lo priva de los medios para vivir con dignidad y se le niega las circunstancias materiales que son indispensables para una existencia plena (Naciones Unidas, 1993). Bajo el marco ideológico liberal que relaciona la libertad con la acción negativa del Estado, la libertad es necesariamente conectada con la alienabilidad de cualquier cosa: mientras la alienabilidad es un acto de libertad, la inalienabilidad representa su pérdida (Radin, 1987).

Para los liberales, el establecimiento de reglas de inalienabilidad es la manera más intervencionista que tiene el Estado de proteger los derechos, pues además de decidir quién es sujeto del derecho y el valor de compensación en caso de destrucción del objeto (ambas características también presentes en la propiedad privada), el Estado también prohíbe total o parcialmente su alienación (característica única de la inalienabilidad) (Calabresi y Melamed, 1972). Bajo esta concepción, la inalienabilidad es una violación directa de la libertad en el sentido de que suprime el privilegio que la persona debe tener de poder escoger, dando por sentado que alguien distinto a la persona (en este caso el Estado) decide qué es lo mejor para ella (Radin, 1987).

Existen muchas razones que explican por qué los gobiernos recurrían a la inalienabilidad para caracterizar los títulos de tierras indígenas. La tutela es una de ellas. Desde la República, la inalienabilidad fue una medida utilizada para excluir las tierras indígenas del mercado hasta que los indígenas fuesen asimilados por el sistema mercantil. También servía para evitar, entre otras cosas, las externalidades que podrían llevar a la falencia del sistema de mercado dada la suposición de que los indígenas no podían tomar buenas decisiones económicas.

El establecimiento de medidas especiales y uniformes para una colectividad contradecía el individualismo propuesto por el modelo liberal. Para hacerlo así, fue necesario legislar en una zona de penumbra: leyes especiales y sui generis que contrariaban los postulados constitucionales. Mientras las constituciones de ambos países empezaban a establecer los derechos fundamentales, reglamentos de excepción eran organizados para sus poblaciones indígenas. La penumbra es pasajera y asimismo las reglas de inalienabilidad serían medidas transitorias. Deberían existir solamente hasta que los indígenas comprobaran capacidad para tomar decisiones orientadas al mercado mejor que el Estado. Implicaban la expectativa de cambio.

Las reglas de inalienabilidad regulaban derechos que, bajo el régimen liberal de propiedad, aún no podrían ser plenamente ejercidos por los indígenas: algún día en el futuro, cuando sean asimilados, los ejercerían. En este sentido, reflejaban la negación de derechos de igualdad.

Llama la atención que la inalienabilidad de sus tierras se haya constituido en una de las reivindicaciones centrales del movimiento indígena en las asambleas constituyentes de los noventa. Es llamativo pero no sorprende. Estas reglas no terminaron con las identidades indígenas ni tampoco con la tenencia ancestral de sus tierras, demostrando haber sido un equívoco en todos los sentidos. Al encerrar las tierras indígenas en la categoría del “todavía-no” civilizado (Santos, 2009), las reglas de inalienabilidad permitieron la manutención de los sistemas tradicionales de tenencia de la tierra y el manejo de sus recursos.

Irónicamente, la inalienabilidad protegió el ejercicio tradicional de tenencia de tierras, incluyendo su administración y manejo, aunque su objetivo fuese exactamente lo opuesto. Visto desde otro modo, fue un equívoco. Tal como advierte Viveiros de Castro (2015), el equívoco es tanto una patología que amenaza la comunicación intercultural, como una posibilidad de discurso. En esta línea, la traducción exige que reconozcamos, nos instalemos y habitemos el espacio del equívoco para potencializarlo, abriéndolo, haciéndolo más ancho (ibíd.). Eso, a mi ver, lo hicieron los movimientos indígenas al presentar sus propuestas en las asambleas constituyentes.

La inalienabilidad como un todavía-no-civilizado, o todavía-no-propiedad-privada sirvió para mantener lo que se pretendía transformar. Es en razón de sus efectos, y no de su origen asimilacionista, que en los noventa los indígenas exigieron a los Estados revestir esta caracterización con status constitucional (M. Mazabel, comunicación personal, 20 de abril de 2014).

La inalienabilidad reivindicada por los movimientos indígenas en las constituciones ecuatoriana y colombiana de los noventas no es la misma impuesta a ellos bajo el régimen del tutelaje. Esa distinción no es solamente una diferencia de interpretación, sino una diferencia de perspectivas. No fue el equívoco interpretativo de las élites criollas sobre los sistemas de tenencia de tierras indígenas lo que hasta las constituciones de los noventas impidió una relación intercultural entre unos y otros, sino la diferencia de perspectivas que lo originó. Para lograr un grado de éxito en este tipo de relación, es necesario asumir el equívoco, en lugar de presumir que lo que el Otro y nosotros estábamos diciendo era lo mismo (Viveiros de Castro, 2015). La comprensión de esta estrategia por parte del movimiento indígena en la región andina les permitió un grado de éxito en su relación con los Estados.

Actualmente, la inalienabilidad de las tierras indígenas caracteriza el derecho fundamental a su tenencia, protegido por las constituciones de Ecuador y Colombia. Es una característica central porque, entre otras, las protege de desposesión por desapropiación, como argumentaré más adelante. Sin embargo, las reglas de inalienabilidad de las tierras indígenas aún constituyen un sistema de excepción al “verdadero” Régimen de Propiedad.

En los Estados de orientación liberal, los derechos son concebidos a partir de las libertades individuales, cuyo núcleo es la propiedad privada. En una perspectiva contractualista, donde la persona es elevada, como individuo, al centro de los sistemas políticos y jurídicos, la propiedad privada permite la satisfacción de aspiraciones, deseos y motivaciones personales (Safatle, 2020). La medida de excepción que asegura la inalienabilidad se ubica afuera de este núcleo y, por lo tanto, no lo invade o contamina. Al contrario, opera un acomodamiento. El sistema jurídico liberal concilia sistemas Otros bajo reglas de excepción. Su carácter de excepcionalidad reafirma al núcleo de las libertades individuales como regla general.

Los que no pertenecemos a una matriz cultural que privilegia lo colectivo tendemos a pensar que la inalienabilidad es restrictiva porque impide la transferencia del bien y por ende restringe mi libertad de tomar decisiones. En el campo de la traducción intercultural, es necesario contaminar esa perspectiva, resignificar el régimen de propiedad, desafiar la premisa del individuo y visibilizar los conocimientos que subyacen en la reivindicación de la inalienabilidad de las tierras indígenas. No hay una manera clara de hacer esa contaminación o resignificación ni mucho menos esta tarea es individual. En lo que sigue, exploraré este equívoco desde una perspectiva teórica presentando mi propia comprensión luego de muchos años de trabajo junto a comunidades indígenas respecto a la inalienabilidad de las tierras tradicionales.

Premisas para la contaminación: libertad y sistema de reglas.

La Gran Colombia, génesis institucional de Ecuador y Colombia, fue una construcción oligárquica y patriarcal construida para proteger la libertad, la seguridad, la propiedad y la igualdad de algunos grancolombianos. Varones propietarios de tierras o profesionales sin relación de servidumbre. La propiedad ha estado en el centro del origen del Estado moderno en ambos países. Dado el dinamismo con que las leyes han tratado el tema, ha sido también su variable más fundamental. Además de tener distintos significados, el contenido del régimen de propiedad es también variable con el paso del tiempo (Rose, 2004). Por eso, para los juristas la propiedad no tiene una definición inequívoca. Debe ser interpretada a la luz de cada jurisdicción, tiempo y sociedad.

La propiedad ha sido interpretada en el derecho internacional como las reglas que gobiernan y protegen un conjunto de relaciones entre personas y cosas (Ibid.). Un derecho de propiedad no es una relación entre una persona y una cosa, sino la relación entre su dueño y otras personas en relación a una cosa. El Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas ha definido que la propiedad “reside en los cimientos de cualquier relación entre el hombre y la naturaleza y en cualquier tipo de uso que el hombre haga de los bienes que le proporciona la naturaleza” (Naciones Unidas, 1993, pár. 66). En esta misma línea, propiedad también puede ser definida como “una institución social por medio de la cual las personas regulan la adquisición y uso de los recursos de nuestro ambiente según un sistema de reglas” (Smith, 1974, p. 1).

La libertad protegida por la propiedad individual es aquella relacionada con el control de los recursos y con la manera por la cual un individuo piensa que la satisfacción de sus necesidades es mejor alcanzada. La protección que el Estado ofrece al titular de la propiedad es el derecho de excluir a otros de los recursos que le son legítimamente asignados. Para que exista esa protección, los recursos deben ser adquiridos legalmente, es decir, debe haber un régimen, un sistema de reglas en lugar de una sucesión de conflictos típica de un estado de naturaleza.

Entre las premisas sobre la propiedad en la perspectiva del derecho de matriz liberal, en este texto trabajaré con dos: primera, la propiedad protege la libertad y, segunda, existe un régimen para adquirir, delimitar y transferir propiedad. A continuación, desarrollaré ambas premisas tomando en serio el pensamiento indígena a partir de la idea de inalienabilidad.

La inalienabilidad protege la libertad

La metodología más adecuada para comprender la inalienabilidad desde una perspectiva intercultural es pensar sobre la manera en que esta idea protege la tenencia de la tierra y no la manera en que restringe su transferencia (Weiner, 1985). En las relaciones entre pueblos indígenas y Estados, el fundamento para la libertad de los primeros no se refleja en la capacidad jurídica de alienar sus tierras -esa libertad que anhela el individuo en el sistema liberal-, sino en la capacidad jurídica de permanecer, mantener y preservar su identidad territorial.

Inalienabilidad, por otro lado, no debe ser confundida con intransferibilidad. De hecho, la transferibilidad de porciones de tierras es parte del sistema de administración de los recursos del territorio y, así, esencial a la preservación de los pueblos indígenas en el tiempo. Es una transferibilidad que no se rige por reglas del mercado, sino que se da internamente, entre familias y entre generaciones; según el sistema de reglas del titular de la tierra.

Si existe transferibilidad de recursos y si esta se da bajo criterios distintos al del mercado, entonces tenemos dos esferas sociales en las que se dan derechos de propiedad: el mercado y el no-mercado. La aceptación institucional de un mercado que coexiste con un no-mercado en un sistema social multisocietal debe ser no sólo aceptable, sino deseable. Al ubicar las tierras indígenas por fuera del mercado, se evita la comodificación del bien y sus consecuencias, tales como la susceptibilidad al esquema de demanda o valoración en términos de valores productivos (Radin, 1987). El status constitucional de la inalienabilidad implica que los Estados se reconstituyen sobre la existencia de dos tipos de esferas: el mercado liberal (comodificación) y lo que está por fuera de él (inalienabilidad).

Analizando el tema desde sus consecuencias jurídicas, la caracterización de inalienabilidad de las tierras indígenas no prohíbe su transferencia. En cambio, establece que ninguna institución del Estado protegerá transacciones relacionadas a derechos sobre la tierra (Kuflik, 1986), o que las instituciones del Estado no tienen autoridad para hacer cumplir acuerdos de transferencia de derechos sobre tierras indígenas. Como consecuencia, las reglas de inalienabilidad protegen algo ciertamente similar a lo que trata de proteger la soberanía: el ejercicio de la autoridad. Sus reglas amortiguaron ciertos efectos de la soberanía estatal para acomodar la protección de los sistemas inter-generacionales de tenencia de tierra.

La inalienabilidad protege un sistema de reglas

El régimen de tenencia ancestral de tierras abarca tiempo y tradición. En esta caracterización de la posesión no existe posibilidad de alienación, ya que la inseparabilidad temporal y espacial entre el poseedor y la tierra es inherente al tipo de tenencia. Estando fuera del mercado, el valor primario de la tierra tiene que ver con la relación de su poseedor en la definición de la identidad de ambos en un sentido histórico (Weiner, 1985). La transferencia de derechos sobre la tierra es hecha según leyes tradicionales que no tienen relación con las fuerzas del mercado liberal.

Las asambleas constituyentes de Colombia y Ecuador revistieron la posesión ancestral con un status constitucional, protegiendo el derecho de los pueblos indígenas de mantener el uso tradicional de sus tierras comunales. Ello implicó un acuerdo político según el cual los Estados reconocieron que los pueblos indígenas han estado ejerciendo y desarrollando un sistema de propiedad que, hasta entonces, era marginal al Estado y anterior a su propia formación, aunque protegido de hecho por reglas de inalienabilidad. A cambio de ello, los pueblos indígenas reconocieron la legitimidad de los Estados en la medida que éstos mantuvieran sus compromisos. En esos términos, la legitimidad de los Estados queda supeditada a su capacidad de acomodar sistemas plurales de tenencia de la tierra y autoridad política comunal en su régimen jurídico administrativo.

Los sistemas indígenas de tenencia de la tierra son anteriores a la formación y creación de los Estados y de su derecho positivo. Por lo tanto, los regímenes jurídicos ecuatoriano y colombiano no constituyeron los derechos de propiedad indígena (como sí lo hicieron con la propiedad privada individual) ni tampoco tienen el poder de extinguirlos. La génesis de estos derechos no son los Estados, es la experiencia intergeneracional de cada pueblo.

El reconocimiento y la protección constitucional de los pueblos indígenas y sus tierras ancestrales significa el reconocimiento de sistemas anteriores a la conformación de los Estados. La inalienabilidad refleja la exterioridad de esos Estados en las relaciones entre las comunidades indígenas con sus tierras.

Yo mencioné previamente que una de las premisas de la propiedad es la existencia de un régimen. Debe haber modos para su adquisición, acceso, uso y transferencia. De lo contrario es meramente una secuencia de conflictos. Argumenté también que los Estados no tienen autoridad para regular la adquisición y transferencia de la posesión indígena, aunque tienen el deber de reconocer y proteger su existencia. La génesis de la posesión ancestral no está en la formación de esos Estados, sino en la ocupación ancestral previa a sus instituciones. Así, las leyes estatales para el reconocimiento y protección de estas tierras representan una ley de interface entre los Estados y las sociedades que permanecen con cierta autonomía legal. En lugar de absorber los sistemas indígenas de tenencia de la tierra al sistema jurídico liberal, la ley de interface debe protegerlos desde la exterioridad.

El uso colectivo de las tierras no debe hacer creer que los pueblos indígenas no utilizan nociones de exclusividad en el manejo de los recursos. Lo que ocurre es que, visto desde afuera, desde la perspectiva estatal, la propiedad tradicional (como un conjunto de relaciones) es ejercida colectivamente. De hecho, y también como consecuencia de los espacios disminuidos por los procesos de colonización, las reglas tradicionales indígenas abarcan nociones de exclusividad, aunque en un marco distinto al de la ideología liberal. La diferencia entre las formas comunitarias e individuales de ejercer derechos de propiedad es que en las formas comunitarias los derechos individuales son pensados como parte de los fines colectivos, mientras que en la forma liberal los derechos son concebidos a partir del individuo y por separado de la finalidad colectiva (Tapia, 2006).

En resumen, la inalienabilidad que, en el sistema jurídico liberal, caracteriza la tenencia indígena de la tierra, protege los sistemas indígenas de propiedad. La propiedad indígena abarca una relación intergeneracional con la tierra y la inalienabilidad protege la permanencia de estos sistemas de transmisión de derechos basados en la tradición, excluyendo la autoridad del Estado en esta ecuación. Como consecuencia, la inalienabilidad también protege la autoridad indígena como legítima para administrar el régimen y distribución de la tierra al interior de la comunidad, además de definir las reglas de manejo de los recursos en ella existentes. Ese es uno de los elementos del derecho a la libre determinación reivindicado por los pueblos indígenas en todo el mundo.

Ejercicio de la autoridad y libre determinación de los pueblos indígenas

Los pueblos indígenas, no sólo de la región sino de todo el mundo, escogieron el derecho a la libre determinación para traducir y reivindicar lo que les ha sido arrebatado por los procesos coloniales: la capacidad de decidir sobre sus propios destinos. Para los propósitos de este trabajo, es importante resaltar que mientras soberanía es una atribución de los Estados, libre determinación es un derecho de los pueblos y ambas nociones están relacionadas entre sí.

La negación de la igualdad política a los pueblos indígenas a lo largo de la formación y consolidación de Colombia y Ecuador fue construida sobre la creencia de la incapacidad de estos pueblos de determinar libremente su destino y de ejercer poderes de soberanía. Esa perspectiva, que niega e invisibiliza al Otro, es el núcleo del racismo. Se atribuyó a algunas personas una incapacidad o inmadurez para la libertad política y estas limitaciones vendrían de su naturaleza corporal (Tapia, 2007).

El racismo y la invisibilización privaron a los pueblos indígenas de su propia historia. En todo el mundo han tenido que recurrir a métodos para reformular su conocimiento y seguir resistiendo a los procesos de colonización. En el ámbito de las interrelaciones con los Estados coloniales, se apropiaron de la caracterización de pueblos para, a partir de ello, reivindicar derechos de libre determinación, término relacionado con el respeto y la coexistencia entre las culturas. Según Humberto Cholango, ex presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) (comunicación personal, 12 de noviembre de 2013), la libre determinación sirve a los pueblos indígenas “para poder relacionarse en condiciones de igualdad con el resto de la sociedad”.

Pese a su carácter emancipador, la libre determinación es un concepto creado al interior de la cultura europea y por eso no suplanta las aspiraciones intangibles, espirituales y emocionales de la diversidad de los pueblos indígenas en el mundo (Taiaiaki, 2005). La historia y los discursos oficiales, para estos pueblos, sirven como mecanismo de comprensión de los procesos que los subordinan, no como comprensión o expresión de su propio proceso histórico (Rappaport, 2000). Dado que las formas narrativas de la cultura del colonizador y la del colonizado se contradicen mutuamente, las interpretaciones que los pueblos indígenas hacen de su pasado y los intentos de presentar sus experiencias presentes en un correlato comprensible al discurso de tipo occidental, son ejercicios de traducciones para hacer comprensible sus aspiraciones (ibíd.).

Aun así, libre determinación es de utilidad para los pueblos indígenas porque ofrece un contexto desde donde presentar sus demandas relacionadas con el control de sus propios destinos, un contrapunto a la soberanía. Mientras las raíces del término soberanía remonta a las nociones de dominio territorial y colonialismo, la propuesta de libre determinación tiene que ver con ideales de libertad, respeto y autonomía, con la libertad de vivir (H. Cholango, 2013 y Taiaiaki, 2005). En el 2007, la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas recogió décadas de trabajo político de líderes y activistas indígenas y estableció que “los pueblos indígenas tienen derecho a la libre determinación. En virtud de este derecho determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural” (Naciones Unidas, 2007, Art. 3).

La integración, o acomodación, de los sistemas de cada cultura para el ejercicio de la autoridad y efectiva protección de los derechos humanos es la medida neurálgica de éxito o no de la construcción de Estados multisocietales. La inalienabilidad carga el potencial de acomodación de los régimenes indígenas de manejo de sus tierras y recursos naturales, pero es necesario que los Estados ecuatoriano y colombiano efectivamente protejan esos régimenes.

En la siguiente sección trataré de los conflictos de autoridad que deben ser resueltos con miras a esta construcción y que se hacen muy evidentes cuando los gobiernos centrales desean explotar recursos naturales en tierras indígenas protegidas por la interfaz de la inalienabilidad. Cada vez que el gobierno central de Colombia o Ecuador decide explotar un recurso no-renovable en territorio indígena se visibiliza un problema que tiene que ver con las reglas de inalienabilidad, el ejercicio de la autoridad, y con las nociones de soberanía y libre determinación. ¿Bajo cuál patrón de conocimiento e ideas de justicia se debe decidir lo que “es justo” en términos de protección de los derechos humanos, cuando los intereses de los Estados y de los pueblos indígenas no sólo se enfrentan sino son contradictorios?

La necesidad del derecho de veto para negociar perspectivas en el marco de la igualdad

He argumentado que los Estados colombiano y ecuatoriano no constituyeron los derechos indígenas de propiedad ni tampoco tienen la autoridad de extinguirlos. La inalienabilidad de las tierras indígenas implica la existencia de dos esferas –mercado y no mercado– y, entre otras cosas, impide a los Estados transferir su titularidad. Sin autoridad para establecer un valor comercial para estas tierras, ni someterlas a una transferencia de titulares, los Estados son incapaces de transformar la propiedad de la tierra en propiedad sobre un valor crediticio (expropiación), poder que sí tienen sobre la propiedad individual.

La génesis de los derechos de los indígenas sobre sus tierras no está relacionada con el criterio de la asignación de recursos en una sociedad (lo que justifica la protección de los derechos individuales), sino con la ocupación tradicional e intergeneracional. El reconocimiento que los Estados deben hacer a este derecho viene de una deuda de justicia histórica y de la necesidad de legitimar su propio mantenimiento.

Cuando los recursos del subsuelo se encuentran en tierras indígenas, la potestad de los Estados de explorar esos recursos indudablemente afectará el ejercicio de la libre determinación del pueblo titular del territorio. Sin embargo, las constituciones de ambos países establecen la autoridad exclusiva de los Estados para decidir sobre la administración de los recursos del subsuelo en todo territorio nacional. Cuando dos o más autoridades toman decisiones que afectan de manera directa el goce de los derechos humanos de una misma población y los mismos recursos, entonces tenemos un conflicto de autoridades, un conflicto intercultural de autoridades, en este caso.

El problema es que los sistemas jurídicos de Ecuador y Colombia siguen resolviendo los conflictos interculturales de autoridades a partir de una totalidad: la constitución como norma fundamental que orienta y define el conjunto de todas las relaciones sociales. En este esquema, la pluralidad es sólo una parte más del todo. Desde esta totalidad, la definición de esos Estados como multiculturales o plurinacionales se transforma en sólo una particularidad más, una peculiar característica del constitucionalismo de Ecuador y de Colombia.

La construcción de Estados que verdaderamente respondan a la diversidad de aspiraciones en países multisocietales requiere no sólo de una integración de las sociedades diversas en torno al núcleo institucional históricamente dominante, sino que esencialmente demanda el establecimiento de una igualdad entre las distintas formas de gobierno, una igualdad en el reconocimiento de la diferencia. Para la instauración de esta igualdad es imprescindible aceptar una idea que los Estados nacionales, incluyendo Colombia y Ecuador, han rechazado a toda costa: el derecho colectivo al veto.

En esta línea me acerco a lo que Tapia (2006) propone en varios de sus textos:

el derecho principal en las relaciones multi e interculturales es el derecho al gobierno igualitario, que implica el reconocimiento de la forma de autogobierno de cada pueblo en términos de igualdad para componer la forma de gobierno común a todo el país (p. 94).

Reconocer el derecho al gobierno igualitario significa reconocer el derecho que tienen las colectividades que se autogobiernan en sus territorios inalienables de vetar los proyectos nacionales cuando consideren que serán perjudiciales a la manutención de sus formas de vida y de su autogobierno (ibíd.).

El veto viene siendo desarrollado, en alguna medida, por el derecho internacional en el marco del deber de los Estados de consultar con los pueblos indígenas, aunque su aplicación es condicionada por los intereses económicos de las trasnacionales y de los gobiernos de turno. Arrinconada en la sección de los “derechos colectivos” en la Constitución ecuatoriana, o en el “régimen especial” en la Constitución colombiana, la constitucionalización de los derechos indígenas, como la inalienabilidad de las tierras, o mismo la declaración del Ecuador como un estado plurinacional, no ha sido suficiente para transformar sustancialmente las relaciones entre pueblos indígenas y Estados. Hace falta imaginar otros marcos de negociación de justicias.

Crear marcos comunes por medio del desarraigo

Santos (2009) indica algunas premisas a ser cumplidas y dificultades a ser superadas para que un diálogo intercultural permita un conocimiento recíproco entre las experiencias del mundo. Aquí resalto dos de ellas. Primero, se debe partir de la idea de que todas las culturas son incompletas y que pueden ser enriquecidas por el diálogo y por la confrontación con otras culturas. La segunda, que se deriva de la primera, es el presupuesto transcultural de la imposibilidad de una teoría general abstracta. Ninguna de esas premisas se dieron en las asambleas constituyentes, que por definición son espacios donde el diálogo obedece reglas rígidas y preestablecidas por una tradición que remite al mito histórico metafísico de un contrato social. Al utilizar las formas constitucionales, se da por sentado que sólo contamos con una unidad de asociación centralizada que somete a toda la población de manera uniforme a una sola autoridad. Esas formas se hacen un obstáculo estructural de fondo que impide el ejercicio de la libre determinación de los pueblos indígenas y no-indígenas, el reconocimiento del derecho al veto y a la construcción de Estados plurales.

Para empezar, habría que sustituir las asambleas constituyentes por un espacio de diálogo y negociación que integre en condiciones de igualdad el constitucionalismo con otros entendimientos de justicia por fuera de la matriz liberal. Para dialogar entre marcos conceptuales diferentes, Beuchot y Arenas-Dolz (2008) proponen la generación de un tercero analógico que los reúna y los haga compatibles. Ese tercero analógico “se deriva de los dos anteriores, pero ya es distinto, nuevo, producido; es un enriquecimiento”, los trasciende y se constituye como un “dia-marco; esto es, la lógica, la epistemología y la ontología comunes, producidas de común acuerdo, que sean el marco teórico encontrado y acordado para todos ellos” (ibíd., p. 71).

Para esos autores, la construcción de este tercer analógico, al contrario del trabajo de traducción, requiere de un marco teórico universalizador que sustente su validez (ibíd.). Yo estoy de acuerdo con esto en parte. Este marco analógico debe ser el resultado de un consenso sobre cuáles aspectos de cada marco conceptual son más adecuado que los aspectos del otro. Pero la universalización debe ser encarnada como propone Césaire (2006, p. 84): “un universal depositario de todo particular, depositario de todos los particulares, profundización y coexistencia de todos los particulares”. Un universal sin pretensión de estabilidad que sólo se justifica mientras permita la coexistencia de universos distintos y concretos que dialogan la construcción de una paz con justicias.

El método para construir este tercero analógico es el desarraigo. Las nociones de justicia de cada cultura sólo pueden ser validadas cuando se las pone en relaciones de conocimiento mutuo. Ese conocimiento recíproco es manifestado en lo que cada cultura proyecta del Otro en la percepción de el Mismo (Viveiros de Castro, 2015, p. 221). Los constituyentes de este diálogo reconocerán que el Otro posee un universo en cuanto versión del mundo que sostiene su identidad. Aunque no lo compartan, y quizá ni siquiera lo puedan ver, están dispuestos a tomarlo en serio, desarraigándose de su propia versión de mundo para abrirse a otra. Dejarse afectar por el Otro para crear junto a él algo nuevo. Traducción, traición, desarraigo, creación.

El marco constitucional no ha sido una opción para los pueblos indígenas. Se ha impuesto “por la eficacia de su imposición”, estrategia que reivindica la totalidad hegemónica sin valerse de argumentación lógica (Santos, 2009, p. 106). La uniformidad totalizadora de este marco se refleja en la premisa de que el “pueblo soberano” quiere regular una asociación constitucional con un enfoque único respecto a lo que es soberanía (Tully, 1995). Aunque las constituciones hayan abierto el diálogo intercultural y vengan recogiendo algunos trabajos de traducción, su marco conceptual es tremendamente limitante. Basta con observar, por ejemplo, la dicotomía del suelo/subsuelo que aún persiste enraizada en los sistemas económico y jurídico de nuestros países.

Si aceptáramos, por otro lado, que los estados multicultural y plurinacional tienen génesis en la voluntad de unificar una sociedad a partir de un enfoque diverso en la libre determinación, y en el reconocimiento de la igualdad de formas de cogobierno, sería necesario mirar al derecho como un sistema amplio de comunicación para la búsqueda de puntos de coincidencia, zonas de contacto, reconocimientos de equívocos, trabajos de traducción. Habría que empezar por desarraigarnos de la idea de una Constitución como el correlato histórico de un pacto social original. Luego, dejar de lado la expectativa de estabilidad y duración que, según las teorías del derecho positivo, las constituciones deben tener. Eso permitiría, como propone Tully (1995), mirar a los textos constitucionales como el resultado de contratos y acuerdos alcanzados por períodos de diálogo intercultural.

Las Asambleas Constituyentes no son el mejor lugar para la construcción de este tercer analógico. No obstante, sin duda han sido el lugar adecuado para dar inicio a este trabajo imaginativo porque han configurado un momento político insustituible de encuentro dialógico de la pluralidad de sujetos políticos, de sus conflictos y de posibles acuerdos. Hasta el momento, otras propuestas legislativas formuladas por fuera de este momento han sido unilaterales y subpolíticas (Tapia, 2006). Al transitar por la interculturalidad, es esencial que superemos la búsqueda de un punto de llegada, el ideal universal, y pasemos a desear las prácticas que transforman y reconstruyen nuestro punto de partida (Walsh, 2009).

Conclusión

Las articulaciones de otras perspectivas y conocimientos sobre lo que en nuestra cultura es abarcado por los conceptos de igualdad y libertad no han sido adecuadamente reflejadas en las reformas constitucionales que han empezado a partir de la década de los noventa en Ecuador y Colombia. Pese a que, por la jerarquía de su autoridad en la cultura occidental, las asambleas constituyentes hayan configurado el mejor lugar para dar inicio a un proceso de traducción entre distintas concepciones de hacer justicia, el marco conceptual del constitucionalismo moderno tiende a particularizar las demandas de otras culturas en la totalidad de la autoridad que propone y reafirma. Las convergencias deben ser buscadas en las entrelineas de cada esfuerzo que líderes e intelectuales de los pueblos indígenas y otros han hecho por incorporar protecciones y garantías institucionales a sus formas tradicionales de vivir, gobernarse y producir autoridad. Una metodología para contaminar y subvertir el Derecho es trabajar con los equívocos y las zonas de contacto plasmados en las constituciones e instrumentos internacionales de derechos humanos, sin perder de vista que las formas jurídicas occidentales son el marco conceptual de la cultura dominante que, pese a defender la interculturalidad, tiende a conservar las relaciones de poder.

El mito fundacional del pacto social original debe ser superado y en lugar de ello debemos construir un nuevo signo fundacional, un nuevo núcleo intercultural común con enfoque diverso en las nociones de igualdad y libertad. El marco conceptual para la elaboración de este núcleo no es la Constitución, es un marco que parta de la premisa de que todas las formas de gobierno están en condiciones de igualdad. Debe estar enfocado en la libre determinación de los pueblos en vez de la soberanía. Recuperar las posibilidades de futuro que las sociedades americanas hemos perdido por todos los años de imposición monocultural es una tarea de muy largo plazo. Las reformas constitucionales de los noventas, a mi modo de ver, representan un paso acertado, aunque incipiente, en esta dirección. Reconocer a los pueblos indígenas el derecho colectivo al veto, además de viabilizar el ejercicio de su libre determinación, ayudaría a los no indígenas a esforzarse por escuchar las versiones de todo lo que es Otro. La necesidad también hace al oyente.

Inalienabilidad viene del latín alienus, que significa de otro, que no es de esta tierra, extranjero. El opuesto del alienus es el aborigines, el originario del suelo donde vive. Esta categorización refleja plenamente la dicotomización del universo en la mente y subjetividad occidental. Creemos que el enemigo está en el Otro, mientras que en realidad el enemigo yace en la mirada de lo Mismo. Un punto de escape de esta nefasta ilusión puede estar en la contaminación del pensamiento alien con el pensamiento aboriginal. Sin representaciones o interpretaciones. Pensando con ellos.

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Notas

[1] Constitución Política de la República del Ecuador, Art. 1: “El Ecuador es un estado social de derecho, soberano, unitario, independiente, democrático, pluricultural y multiétnico. Su gobierno es republicano, presidencial, electivo, representativo, responsable, alternativo, participativo y de administración descentralizada”.
[2] Constitución Política de la República del Ecuador, Art. 1: “Colombia es un Estado social de derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general.”

Información adicional

Cómo citar este artículo: Figueroa, I. (2022). Inalienabilidad como fundamento de la libertad y el derecho indígena al veto. Traducción intercultural en las constituciones de Colombia y Ecuador. Jangwa Pana, 21(1), 64-77. doi: https://doi.org/10.21676/16574923.4545

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