Sección General

El historiador como intelectual crítico. Aproximación a la obra de Josep Fontana

The historian as a critical intellectual. Approach to the work of Josep Fontana

Juan Carlos Ramos Pérez
Universidad Nacional Abierta y a Distancia-UNAD, Colombia

El historiador como intelectual crítico. Aproximación a la obra de Josep Fontana

Revista Jangwa Pana, vol. 21, núm. 1, pp. 78-88, 2022

Universidad del Magdalena

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Recepción: 12 Mayo 2021

Aprobación: 29 Diciembre 2021

Resumen: El presente artículo hace un breve balance de la obra del historiador catalán Josep Fontana y en particular de algunos de los puntos de mayor interés de la amplia gama de posibilidades analíticas que nos permite su obra. En un primer momento se recoge su discusión en relación con las corrientes historiográficas en el marco del fin del socialismo de Estado a principios de la década de 1990. Posteriormente, se trata un aspecto tal vez no tan conocido de su pensamiento, pero no por ello menos importante: la enseñanza de la historia. Por último, se comentan algunos de sus principales propuestas en relación con la renovación del oficio del historiador y su función intelectual y social en la sociedad contemporánea. El artículo finaliza con algunas conclusiones entre las que se destaca la relación entre el compromiso político y la utilidad social que debe caracterizar el trabajo del historiador.

Palabras clave: Josep Fontana, historia, materialismo histórico.

Abstract: This article makes a brief balance of the work of the Catalan historian Josep Fontana. In particular, of some of the most relevant points of the wide range of analytical possibilities that his work allows us. In the first part of the paper, his discussion of the historiographic currents in the context of the end of state socialism in the early 1990s is presented. Later, a perhaps not so well-known aspect of his thought, but no less important and to which I dedicate a considerable part of my reflections: the teaching of history. Finally, some of his main proposals are discussed concerning the renewal of the historian's profession and his intellectual and social role in contemporary society. The article ends with some conclusions, among which the relationship between political commitment and social utility that should characterize the historian's work stands out.

Keywords: Josep Fontana, History, Historical Materialism.

Introducción

“Lamento con frecuencia no tener el temperamento —y el talento— de Josep Fontana cuando denuncia tales errores en el seno de tal escuela histórica. El tono de sus malos humores me recuerda con frecuencia el de Febvre y el de Marx”.

Pierre Vilar (1992, p. 113).

El historiador catalán Josep Fontana (1931-2018) pertenece a una generación cuya experiencia vital es cualitativamente muy distinta a la que pudieron tener la mayoría de los historiadores que nacieron en la próspera comodidad de la posguerra de los años sesenta y setenta. Al igual que Eric Hobsbawm, al que siempre elogió, Fontana estuvo marcado por el tiempo en que vivió aportando al conocimiento histórico para descifrar el siglo XX, en especial en sus últimas obras (Fontana, 2011c; 2013; 2017). La visión global del siglo XX, y lo que se lleva del XXI, fue su interés al final de su carrera; sin embargo, previamente ya se había ocupado de la historia de España en casi todos sus momentos históricos de la modernidad y contemporaneidad, desde la crisis del antiguo régimen, pasando por la guerra civil y el franquismo, hasta su inserción en la Unión Europea (Fontana, 1983; 1986; 1994a). No nos detendremos en la descripción de su larga carrera académica y en el devenir de su trayectoria profesional, con el propósito de darle espacio a los puntos de análisis que queremos tratar de su obra[1].

Su formación académica la inicia como Licenciado en Geografía e Historia en la Universidad de Barcelona, donde tuvo como maestros a Ferran Soldevila y a Vicens Vives, importantes intelectuales del renovado pensamiento catalanista que luchaban por abrir un espacio de pensamiento crítico en plena dictadura franquista. Para el año 1957 adelantó una estancia académica en la Universidad de Liverpool, donde tuvo su primer contacto con la historiografía marxista británica. En ese mismo año ingresó al Partido Socialista Unificado de Cataluña PSUC, el partido clandestino de los comunistas catalanes, e inició su actividad política con múltiples campañas en favor de los Derechos Humanos, los derechos de los trabajadores y la libertad de expresión. Estas actividades le valieron su expulsión como profesor universitario durante dos años, oficio que desempeñó en la Universidad de Barcelona, la Universidad de Valencia, la Universidad Autónoma de Barcelona y, por último, en la Universidad Pompeu Fabra. Finalmente, decepcionado de la evolución política de los partidos de izquierda catalanes, terminaría siendo un militante sin partido, sin que por ello abandonara sus convicciones y compromisos sociales.

Gracias a su tarea de difusión, primero en Ariel y luego en la editorial Crítica, pudimos acceder en idioma castellano a obras tan importantes como las de E.P. Thompson, George Rude, Pierre Vilar, Ranajit Guha, Raphael Samuel, el mismo Eric Hobsbawm, y muchos otros que nos permitieron enriquecer el conocimiento histórico en Hispanoamérica. Pero su labor fue mucho más allá de la difusión historiográfica: su obra académica y sus abundantes reflexiones en relación con el oficio del historiador y su papel en la sociedad actual fueron ampliamente debatidas en las últimas cuatro décadas.

La polémica no estuvo ausente de su trayectoria académica, entre otras cosas por su análisis de la naturaleza y la historia de la nación catalana, su posición frente a la autodeterminación de Cataluña y su inalterable adhesión al marxismo o la lectura maniqueísta en sus relatos históricos e historiográficos. Algunos de sus críticos también se apartaban del tono concluyente de muchas de sus aseveraciones y también del andamiaje explicativo centrado en el antagonismo y la antinomia, donde la causalidad dependía exclusivamente de la relación de fuerzas o de un número limitado de factores explicativos. A su vez, le reprochaban el uso que hacía de ciertas categorías sociales que consideraban construidas previamente a la experiencia, en lo que significaría un uso catequístico de ciertos conceptos, en particular los relacionados con las clases sociales. Sin embargo, la controversia que mayores pasiones desataría en sus críticos tuvo que ver con su posición frente a la identidad catalana, pues para una parte significativa de los historiadores hispánicos resultó incomprensible que Fontana defendiera una identidad nacional que suponía útil para ampliar los derechos y las libertades del pueblo catalán, cuando previamente ya se había apartado de la construcción ficticia de las identidades nacionales instrumentalizadas. Esta fue una contradicción de los tiempos de desconcierto que vivió Fontana y de la cual no supo sustraerse (Piqueras, 2018).

Este artículo pretende establecer algunas de las dimensiones de interés en la obra intelectual del historiador Josep Fontana con el propósito de aportar a la discusión histórica e historiográfica actual. Sus perspectivas de análisis histórico, y su particular visión del trabajo del historiador, se constituye en un referente para quienes se interesan en la reconstrucción del pasado desde una perspectiva crítica que supere el carácter academicista que suele distinguir el quehacer de muchos historiadores contemporáneos. El artículo se enfoca en presentar solo tres dimensiones de su abundante trabajo: la primera considera su posición, desde el punto de vista de la discusión historiográfica, con ocasión de la caída del campo socialista a comienzos de la década de 1990; posteriormente, se detiene en su propuesta de enseñanza de la historia como elemento imprescindible para la formación de una ciudadanía crítica, que constituye en última instancia la labor social del historiador, y que es a su vez la última dimensión en la que se detiene este análisis de su pensamiento académico y político.

El fin de la historia y el giro cultural

En noviembre de 2019 el gobierno alemán conmemoraba los treinta años de la caída del muro de Berlín. La canciller Ángela Merkel, acompañada por los presidentes de Hungría, Polonia, República Checa y Eslovaquia, afirmaba que “(…) en el futuro hay que comprometerse con la democracia, la libertad, los derechos humanos y la tolerancia” (Deutsche Welle, 2019). Un joven actual podría pensar por estas palabras que aquellos países donde existía el socialismo de Estado eran sociedades donde ninguno de estos valores existía, y que el derrumbe de estos sistemas estaba plenamente justificado. Sin embargo, y más allá de su evidente desgaste y desprestigio, lo que significaba la caída del muro, y la posterior disolución de la Unión Soviética, era el derrumbe de toda una representación política del siglo XX. Una representación que se fundamentaba en la idea de construir una sociedad mejor y más justa para todos. El hundimiento del socialismo de Estado también marcó el fin de una tradición de pensamiento social cuya referencia estaba en la izquierda marxista, y que a partir de 1991 quedó replegada y proscrita, tanto por sus clásicos antagonistas, como por aquellos conversos que denostaban con gran rapidez de las ideas que hacía poco defendían.

En esta coyuntura, tan difícil para quienes se reclamaban cercanos a las ideas socialistas, es que el historiador catalán Josep Fontana decide poner al día la discusión historiográfica, que por aquellos días postulaba el concepto del “fin de la historia” como la idea de moda que identificaba a los partidarios de la “economía de mercado”, un eufemismo para referirse al capitalismo triunfante. Muchos intelectuales conservadores enarbolaron el supuesto “fin de la historia” para intentar enterrar cualquier disidencia que aguara la fiesta al eufórico capitalismo por la caída del país de los soviets. Francis Fukuyama encabezó el coro inquisidor que se disponía a saldar cuentas con los apóstatas del capitalismo, insistiendo en que solo un desequilibrado podría volver a apoyar y vincularse en proyectos que pretendieran poner en duda el carácter infalible del capitalismo triunfante. No obstante, para decepción de los conservadores de siempre y los izquierdistas renegados, algunos intelectuales críticos, entre ellos Fontana, hicieron ver que “no estamos en el 'fin de la historia', sino en el fin de 'una historia' y que nos corresponde iniciar la construcción de una nueva” (2006c, p. 60).

Fontana, sin embargo, no inicia su análisis criticando sin más a aquellos que enarbolaban el fin del socialismo de Estado como el fin de la historia, confundiendo —según sus palabras— “el curso de la historia con el de la ciencia histórica” (1992, p. 9), sino que, por el contrario, dirige su crítica, en un primer momento, al “marxismo catequístico”, y encuentra en él la raíz de la crisis. Esto habla de la manera como Fontana siempre actuó en términos políticos y académicos: no se lanza a una crítica irreflexiva, sino que parte de reconocer los alcances, dificultades y errores, para, a partir de allí, establecer los puntos de análisis que son válidos para reconfigurar el proyecto socialista. Esto no significa reconocer los argumentos falaces a los que suelen recurrir los detractores de la izquierda revolucionaria, sino precisamente desmontarlos luego de un profundo análisis interno.

En su análisis es imprescindible distinguir entre este “pseudomarxismo” caracterizado por su carácter estático y su afán codificador, y el “marxismo crítico” que recoge el sentido profundo del pensamiento de Marx. Es importante en cuanto que el fracaso que le endilgan los críticos del socialismo de Estado es en realidad el hundimiento de este “sistema de interpretación completo y cerrado”, que se consideraba inmune a cualquier tipo de error, y no del pensamiento marxiano entendido como un método fundamentado en la especificidad espacial y temporal —historicidad— del análisis social.

Otro de los productos de la reacción conservadora a la caída del socialismo de estado estuvo representada por la noción del “choque de civilizaciones” expuesta por Samuel Huntington, y cuyos fundamentos descuidados de los conceptos de cultura y civilización son expuestos por Fontana. En su análisis no solo deja ver la superficialidad de los argumentos sobre las que se apoyan este tipo de teorías, sino lo que es más importante: deja en evidencia los intereses de política exterior norteamericana que las promueven y financian (Fontana, 1997; 2001).

La denuncia de este tipo de historiografía de baja calidad que encubre intereses ideológicos provenientes de los centros de poder imperial es prueba de su carácter independiente y de su compromiso político que nunca ha disimulado, y por el contrario ha defendido muchas veces a contracorriente. La defensa del pensamiento marxista es precisamente otro de los elementos de análisis del pensamiento y la obra de Fontana que queremos destacar. Siempre se alineó desde la perspectiva de análisis del materialismo histórico, no como moda intelectual, sino como parte de su convicción política. De aquí que buena parte de su análisis sobre la historia contemporánea sea puesta en perspectiva del conflicto social, en el que la reivindicación de los derechos de los trabajadores y demás clases subalternas, junto con sus resistencias, son las que explican la dinámica del cambio histórico. Es debido a esta perspectiva militante de la historia que Fontana siempre polemizó con aquellas tendencias historiográficas que se enfocaban en aspectos superfluos de la sociedad, caracterizándolas como “baratillo de novedades relucientes” que obtenían gran éxito editorial y disfrutaban del prestigio social proveniente de las posiciones privilegiadas que ostentaban algunos de sus célebres exponentes. En particular, Fontana tomó distancia del “giro cultural”, que inició en los Estados Unidos y que tomó especial fuerza en Francia a partir de los años sesenta, que se sustentaba en “estupendas teorizaciones”, pero en magros logros desde el punto de vista del conocimiento histórico (2006a, p. 3). En uno de sus análisis detallados al respecto, examinaba la trayectoria historiográfica reciente de la Escuela de los Annales, quienes para esta época habían abandonado la “historia económica y social” de sus fundadores, para dedicarse a elucubraciones sobre la vida, el amor, la muerte, las palabras y los gestos.

Uno de estos personajes sobre quien recayó una parte importante de sus críticas fue Michel Foucault, quien a partir de mayo de 1968 se convertiría en el personaje más popular de la academia francesa. En opinión de Fontana, sus proposiciones

alejaba[n] a los intelectuales críticos de cuestiones como las de la economía, que afectaban directamente ‘al poder’ y los desviaba hacia el terreno de la filosofía: hacia unas teorizaciones expresadas en lenguajes codificados y con un vocabulario esotérico, apto solamente para los iniciados. (2001, p. 289)

Y es que para Fontana (2006c) la importancia de la historia radicaba en que debía llegarle al ciudadano común, quien la necesitaba para darle un sentido de identidad y servirle como herramienta de conocimiento que le permitiera comprender críticamente su realidad. Por tanto, la vaguedad e imprecisión de estas nuevas tendencias historiográficas le irritaba, ya que, más que avanzar en el conocimiento histórico, lo único que aportaban era un conocimiento cifrado que no era útil para reconocer y transformar la sociedad. En este sentido, la crítica de Fontana se dirige a la “historia de las mentalidades”, que en realidad no aportaba, en su criterio, elementos especialmente novedosos, y en la mayoría de los casos analizaba el mundo de las ideas aislándolo de los contextos sociales y económicos.

En esta misma línea presentaba sus discrepancias, igual de profundas, con otra de las modas historiográficas que estuvo en boga a finales de los años setenta y que incluso hoy mantiene cierta vigencia, aunque con mucha menos fuerza. Se trata del “giro lingüístico” que privilegió el análisis del discurso por encima de sus contextos materiales de producción. Fontana desarma lo que considera el frágil andamiaje teórico que sustentan los trabajos de Hayden White o F.R. Ankersmith, y que consiste en desestimar cualquier interpretación o análisis histórico por considerarlo como un simple producto discursivo que se fundamenta en elecciones arbitrarias del historiador y que no da cuenta de la totalidad de la realidad social estudiada. Para el historiador catalán es claro que hacer una historia completamente total, en el sentido que exige White, no solo es imposible, sino absurdo, en cuanto a que nadie (incluyendo las sociedades) recuerda ni registra todas las dimensiones de la realidad social y luego las reconstituye de manera integral. Los historiadores, nos recuerda, deben tener criterio para hacer las selecciones necesarias y para que estas provean de sentido a los individuos, de manera que la historia cumpla con la utilidad social de brindar elementos de análisis suficientes para la comprensión tanto del pasado como del presente (Fontana, 2001; 2006e).

Esta crítica de Fontana (2001) al “postmodernismo”, al “culturalismo” o al “giro lingüístico” —al que califica de “elucubraciones verbales”— no tiene un interés limitado al campo académico, sino que su importancia radica en que estas “modas intelectuales” están ocultando, o dejando de lado, los problemas verdaderos de los hombres y las mujeres, tanto del pasado como de la actualidad. Problemas que tienen que ver con sus condiciones materiales de existencia, con sus formas de organización social, con las acciones de reivindicación de derechos y las estrategias de resistencia a la opresión. No se trata por supuesto de rechazar el campo de la cultura, sino de situarla en donde le corresponde: en el mundo de las acciones humanas y sus contextos. En este sentido, Fontana comparte la posición de algunos historiadores marxistas británicos, en particular de E.P. Thompson (2000) (uno de sus autores de referencia más apreciados) cuando afirma que de lo que se trata es de poner en cuestión “la idea de que es posible describir un modo de producción en términos ‘económicos’, dejando de lado como secundarias (menos ‘reales’) las normas, la cultura, los conceptos críticos alrededor de los cuales se organiza ese modo de producción” (p. 39). Desde esta perspectiva, Fontana insiste en superar ese “marxismo catequístico”, en el que las categorías de base . superestructura son esquemas inmóviles en los que lo material determina lo ideológico[2].

Todas estas “modas intelectuales” tenían en común una profunda mirada eurocéntrica, en donde todos los demás relatos que no se ubicaran en las metrópolis imperiales, o que se organizaran de manera divergente a las establecidas por occidente, caían en el desprestigio o simplemente en la invisibilización. Estas también compartían un modelo de progreso lineal que se limitaba a observar el desarrollo económico como la única escala para medir el bienestar humano (Fontana, 2011a). Ambas perspectivas son denunciadas por Fontana (2006d), quien reclama a los historiadores integrar a quienes proponen una mirada no eurocéntrica en el relato central de la historia.

La historia y el sentido de su enseñanza

Como queda visto, Josep Fontana nunca disimuló su compromiso social y político, y lo expresaba no solo en sus opiniones, sino en las discusiones académicas e historiográficas en las que intervenía y en las cuales demostraba gran erudición. Sin embargo, su oficio de historiador lo combinó casi toda su vida con el de maestro. Por tanto, no sorprende que Fontana adelantara reflexiones relacionadas con el campo de la enseñanza y en particular de la función crítica de la historia como elemento esencial del trabajo del historiador (Alén, 2017).

Sus aportes en el campo de la enseñanza de la historia son menos conocidos, pero no por ello menos significativos, pues reconocidos especialistas en la enseñanza de la historia reconocían sus contribuciones en el campo pedagógico (Pagès, 2007)[3]. El más notorio es su propuesta de organización del currículo alrededor de los grandes problemas que han afectado a todos los grupos humanos a lo largo de su devenir histórico y que involucran aspectos temporales, espaciales, políticos, culturales, biológicos, demográficos, etc. En su libro Introducción a la Historia (1999), Fontana resume estas grandes cuestiones en las siguientes: el medio ambiente, el poblamiento y la población, la agricultura, el comercio, la industria, la sociedad, el Estado nacional, el ejercicio del poder, la religión, la cultura científica y la cultura popular. La enseñanza de estos grandes problemas no tiene como propósito aumentar el conocimiento histórico, entendido como una serie de datos y procesos, sino que fundamentalmente apuntan a promover la práctica de “pensar históricamente” —una expresión que retoma de Vilar (1992)— y que pretende “la comprensión del mundo en que vivimos estimulando a pensar la historia y el mundo, personalmente, críticamente” (Fontana, 1999, p. 14).

Su crítica a la historia tradicional se trasladaba a la enseñanza de la historia, donde el relato del progreso lineal e imparable del hombre ha dominado tanto en los libros de historia como en las aulas de clase. La historia no es para Fontana esa sucesión imparable de progreso, sino que es, por el contrario, la fuente de comprensión necesaria que permite entender que el futuro no está escrito, sino que es un tiempo incierto que se construye con cada decisión colectiva. De aquí la importancia de conocer las experiencias previas del conjunto total de los hombres que le han significado éxitos para unos y fracasos para otros, de acuerdo con la perspectiva que elijamos (Fontana, 1999).

Su apuesta por la renovación de la enseñanza de la historia implicaba abandonar la memorización de nombres y fechas, y entenderla como un instrumento para comprender los problemas reales de los hombres y las mujeres del pasado, que con su estudio iluminan el entendimiento del presente. Para una nueva forma de enseñar la historia también es necesario superar esos tópicos tradicionales que estigmatizan a ciertos pueblos como atrasados o primitivos y a otros como adalides del progreso y la civilización. Una enseñanza crítica del pasado, como la que propone Fontana (2015), conlleva desarmar esta visión y establecer una nueva en la que se reconozca el pensamiento de las culturas autóctonas, y desatarse de la visión predominante que presentan los dominadores y vencedores de la historia. La historia es de todos los hombres y mujeres, y el cambio histórico no recae única ni principalmente en las élites o en los héroes nacionales sacralizados.

La historia tiene para Fontana una función social que se expresa en su enseñanza, en la capacidad del alumnado en reflexionar sobre las causas y consecuencias de los hechos históricos, y de encontrar en ellos las lecciones que pueden heredar para pensar un futuro mejor. Es así como quien enseña historia tiene que facilitar la comprensión de dichos hechos, no solo por un exclusivo interés académico, sino guiado por la intención de evitar caer en errores del pasado, y con ello ofrecerles a las nuevas generaciones las herramientas de conocimiento suficientes para que construyan razonadamente su propio futuro.

Es necesario que se enseñe bien la historia y que sea una historia de calidad, fundamentada en una disciplina rigurosa en su método, analítica por definición y crítica por convicción. La consecuencia de perder esta perspectiva de enseñanza histórica es el abandono de los estudiantes, que serán los encargados de tomar las decisiones políticas del futuro, que quedan en manos de otros actores que, utilizando los medios de comunicación, presentan el pasado no como un conocimiento crítico socialmente útil, sino como un relato que expresa los intereses de quien paga para poner en circulación esta versión acomodada del pasado (Fontana, 2003).

Los historiadores no se han abstenido de ponerse al servicio de los intereses de las clases poderosas para poner en circulación la versión del pasado que les es útil para conservar sus privilegios. Estos “historiadores oficiales” han formado parte, en opinión de Fontana (2003), del proceso de “colonización intelectual” que ha venido imponiendo, en el escenario público e institucional, una interpretación del pasado que se presenta como el pasado de todos, cuando en realidad solo representa el pasado de una élite exclusiva que desea asegurarse de que compartamos su definición de identidad colectiva. Para hacerlo, se vale de todos los medios posibles, incluyendo el control y la censura, pero en especial se apoya en la “cultura del espectáculo” para vender su producto como la versión verdadera y única de nuestra identidad cultural y política. Por el contrario, aquellos que han asumido la tarea crítica de enseñar el pasado como herramienta para descifrar nuestro presente deben superar la enseñanza de nombres y fechas y dotarse de “un instrumental de explicación más rico y más adecuado, ya que es el esquema entero que utilizamos lo que no sirve para esta tarea” (Fontana, 2003, p. 18). Fontana se refiere en específico a la excesiva atención que se le ha brindado al Estado nacional como objeto de estudio y análisis desde el cual inicia y termina cualquier explicación histórica. En su opinión, los problemas reales de buena parte de los hombres y mujeres no han pasado necesariamente por el Estado, por lo cual se requiere encontrar nuevas fuentes y esquemas explicativos que nos permitan comprender de manera más profunda y humana las luchas, intereses e ideas de aquellos que no han sido considerados como protagonistas de la historia.

Esta enseñanza supraestatal de la historia que nos propone Fontana supone estudiar aquellos actores individuales y colectivos que no han sido considerados por el relato oficial, y que con su invisibilización han reforzado esquemas de exclusión y discriminación. También invita a colocar a los pueblos no europeos en un lugar diferente al que han ocupado en los programas de estudio, en donde su presencia es reducida al campo etnológico y sus aportes son desmeritados en el esquema de progreso industrial predominante. De igual manera, se requiere analizar la cultura popular en contraposición con la cultura elitista, en un ejercicio que valore el pensamiento “desde abajo”, que suele enfrentar a las imposiciones culturales provenientes “desde arriba”. Por último, debería rescatar y valorizar aquellos proyectos alternativos que, aunque fracasaron, dejaron un precedente de resistencia al poder y de pensamiento disidente, que propendió por un cambio encaminado hacia la igualdad social. Todos estos elementos configurarían una enseñanza popular de la historia que desafía al relato oficial predominante, el cual pretende formar una ciudadanía obediente y desarmada crítica e intelectualmente.

La posición crítica de Fontana no solo respecto al poder del capital transnacional y las élites que lo detentan, sino también en relación con la izquierda marxista fosilizada, estableció unas verdades que consideraba inmanentes y, más allá de toda duda, se trasladó a la manera como concebía y practicaba la tarea de la enseñanza de la historia. Ambas perspectivas coinciden en que el pasado es un tiempo estático cuya interpretación única debe ser repetida como un credo infalible. Sin embargo, para el historiador catalán el pasado siempre es susceptible de interpretarse y reinterpretarse, de manera que los libros de texto no deben ser utilizados como un nuevo catequismo secular, sino como bases para la discusión crítica. De tal suerte que el pasado no debería enseñarse como el encadenamiento de una serie de hechos que no pudieron ocurrir de otra forma y que nos han llevado inexorablemente a nuestro presente, sino más bien como la concurrencia de luchas y proyectos diversos, cuyo estudio permite encontrar múltiples caminos que llevan a futuros distintos (Fontana, 2006b).

La perspectiva de Fontana es eminentemente práctica y no se queda en divagaciones teóricas; proviene de su larga experiencia como docente universitario con la que pudo comprobar la importancia que tienen los maestros de historia y, en particular, la formación crítica, que es necesario desarrollarla en ellos para que se conviertan en esos intelectuales transformativos que reivindican las pedagogías críticas del aprendizaje (Giroux, 1990). La enseñanza de la historia debe ser para nuestro autor una manera de despertar el pensamiento crítico que permita incentivar una ciudadanía reflexiva. De aquí que quienes detentan el poder político y económico suelan impedir la formación crítica de los maestros de historia, y aún más de los estudiantes en los colegios y universidades. Entonces, aprovechan los abundantes recursos con que cuentan y que permiten la difusión y el establecimiento de sus discursos para despojar la historia de su carácter crítico e interpretativo, y proponen un futuro inevitable en el que sus posiciones privilegiadas están siempre aseguradas.

Este programa de enseñanza histórica que propone introducir Fontana no forma parte de un interés tardío en su trayectoria, sino que formó parte de sus intereses desde mucho tiempo atrás. Ya a principio de los años 1980 se refería a

cuantos trabajamos en este terreno —y compartimos, a un tiempo, las preocupaciones por la transformación de la sociedad en que vivimos— hemos creído siempre que nuestra disciplina tenía una importancia en la educación, tanto por su voluntad totalizadora (…) como porque puede ser, empleada adecuadamente, una herramienta valiosísima para la formación de una conciencia crítica. (Fontana, 1982, p. 247-248)

Incluso años antes ya señalaba la necesidad de la “participación más activa de unos estudiantes a quienes hemos de pedir que se esfuercen por comprender los mecanismos de articulación que enlazan los hechos” (Fontana, 1975, p. 13) en una superación evidente del modelo memorístico que tanto daño ha hecho a la enseñanza de la historia.

En este sentido, la función social del historiador no difiere sustancialmente del oficio del maestro de historia, quien debe ayudar a otros a comprender los grandes problemas de su tiempo con el propósito de resolverlos. De esa manera se genera en la sociedad esa “levadura” que la moviliza para reivindicar un futuro más justo, pero que a su vez no se limita únicamente en el plano de la indignación, sino que propone un proyecto de futuro fundamentado en el conocimiento del pasado y una comprensión de las circunstancias que han formado el presente. La historia es útil porque sirve como lecciones que permiten tomar decisiones con base en los errores del pasado: “la historia del siglo XX nos ha de servir como una especie de libro de texto en el cual estudiar la multitud de errores que se han cometido en su nombre” (Fontana, 2003, p. 25). Es útil también porque ayuda a “comprender los mecanismos sociales que engendran desigualdad y pobreza, y ha de atreverse a denunciar los prejuicios que enfrentan innecesariamente a unos hombres contra otros y, sobre todo, a denunciar a aquellos que los utilizan para agravar esos enfrentamientos” (Fontana, 2003, p. 26).

Por último, Fontana hace un llamado a la esperanza. Desde su perspectiva, el poder económico y político dominante intoxica al común de la gente con una “visión desesperanzadora”, según la cual no queda otra opción que aceptar el mundo injusto que se nos impone, ya que todo intento de cambiarlo es inútil. Esta es una idea que señalaba Frederic Jameson (2003) al afirmar que hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. La esperanza que propone Fontana no es una ilusión inalcanzable si quienes se encargan de la enseñanza del pasado ejercen su oficio y hacen notar todos aquellos cambios y beneficios que conllevó la resistencia social y política, además de la lucha por los derechos de quienes en principio no los tenían.

Por una renovación de la historia

Como hemos visto, la historia para Josep Fontana no es una simple empresa intelectual: es un mecanismo de concienciación individual y colectiva que pretende “no tanto esclarecer el pasado sino, mediante su estudio, ayudarnos a entender mejor cómo actúa en el presente” (2019, p. 8). Así entendida, la historia es una herramienta de cambio social; un cambio que solo puede presentarse en el presente, de manera que pasado, presente y futuro están enteramente imbricados y ninguno de los tres puede abstraerse del otro “porque, se quiera o no, sea o no consciente de ello, el historiador trabaja siempre en el presente y para el presente” (Fontana, 2006d, p. 82). Pero esta opción solo es válida si el trabajo que ejerce el historiador está mediado por una visión crítica de la sociedad y de los poderes políticos y económicos que actúan en ella. Existen historiadores que se pliegan a los intereses del poder y justifican o explican sus acciones apelando a interpretaciones que ponen el acento en la inevitabilidad de la pobreza, o disculpan la exclusión social en aras del progreso económico.

Fontana se aparta diametralmente de estas interpretaciones y, al contrario, las denuncia y deja en evidencia los intereses económicos que muchas veces las financian. Para él, la explicación de la desigualdad social es la clave para desenmascarar la relación entre las políticas de los Estados nacionales y las élites políticas y económicas que las promueven en beneficio de sus propios intereses. Es una relación simbiótica en donde “el problema no es solo que existan desigualdad y pobreza, sino que vivimos en un sistema que lleva a que una y otra crezcan” (Fontana, 2006a, p. 8). El Estado, que funciona bajo la forma de gobierno de democracia parlamentaria, aunque declara garantizar los derechos y libertades de todos los ciudadanos, en realidad solo se interesa en favorecer los privilegios e intereses económicos de los más ricos. La política mantiene la apariencia de una discusión abierta de los problemas que afectan al conjunto de la sociedad, mientras que, simultáneamente, las decisiones que benefician a los grandes capitales económicos se toman discretamente alejadas de la atención pública. De esta manera, los gobiernos elegidos con el propósito de garantizar el bienestar social han terminado al servicio de los grandes capitales, en detrimento de la inmensa mayoría, lo que ha acrecentado la injusticia social (Fontana, 2019).

La coincidencia con la perspectiva de Marx y Engels (1998) en la que “el poder estatal moderno es solamente una comisión administradora de los negocios comunes de toda la clase burguesa” (p. 41) es evidente. Pero más allá de sus convicciones marxianas (no marxistas, para diferenciarlas del “marxismo catequístico” del que se aparta), el estudio de la desigualdad económica y social, desde una perspectiva histórica, tiene como propósito proveer a la ciudadanía de elementos de análisis que le permitan comprender esta alianza entre el Estado burgués y la oligarquía que lo coopta para su beneficio exclusivo. Esta comprensión implica una toma de conciencia sobre la insostenibilidad del capitalismo como modelo económico, debido a la irrefrenable desigualdad que genera y a su capacidad de destrucción del medio ambiente. En tiempos cuando el concepto “capitalismo” es cada vez menos frecuentado por las ciencias sociales, Fontana lo encuentra siempre útil para explicar la desigualdad social y llamar la atención sobre la necesidad de superarlo. Es a este propósito al que le dedica Fontana su último libro en donde propone remontarnos a la génesis del sistema capitalista actual. Acaso, tal como lo advertía el historiador francés Guy Bois (1991), “comprender una sociedad, ¿no es ante todo verla nacer?” (p. 13). Pero Fontana (2019) no se limita a la comprensión, sino que con su evolución intenta mostrar al capitalismo como la verdadera amenaza que pone en riesgo el futuro de nuestras sociedades y de nuestras vidas.

Así como para Fontana la desigualdad es la clave para comprender el mundo contemporáneo, la libertad y la igualdad —como aspiraciones de prácticamente todas las sociedades humanas— son las motivaciones que han impulsado el cambio y la transformación social. Esta es una perspectiva contraria a la de la historiografía tradicional que explica el cambio como resultado del progreso económico y del desarrollo de las fuerzas productivas, pues en la perspectiva marxiana de Fontana son fundamentalmente los hombres y las mujeres del común quienes han sido los protagonistas de la historia y quienes han luchado por un mundo mejor. En sus palabras:

Las luchas colectivas de las sociedades humanas han sido motivadas ante todo por la esperanza de acceder a dos objetivos estrechamente asociados: la libertad y la igualdad. Esto es, a la capacidad de vivir sin trabas que obstaculicen nuestro pleno desarrollo, y al derecho a participar equitativamente de los bienes naturales y de los frutos de nuestro trabajo. (…) La historia de la humanidad está, en efecto, llena de momentos de lucha por la libertad y la igualdad, de revueltas contra los opresores y de intentos de construir sociedades más justas, aplastados por los defensores del orden establecido, que han sostenido siempre, y siguen haciéndolo hoy, que la sujeción y la desigualdad son necesarias para asegurar la prosperidad colectiva, o incluso que forman parte del proyecto divino. (Fontana, 2017, p. 11)

Pero la derrota de estos proyectos no significa que no hayan sido valiosos: su presión fue imprescindible para que el poder dominante cediera espacio político y se consiguieran logros significativos en términos de derechos laborales, sociales y económicos. El principal ejemplo del que se vale Fontana, y que le sirve a su vez para encontrar el hilo conductor que explique la dinámica histórica del siglo XX, es la Revolución Rusa, cuyos logros hoy pocos reconocen, pero que en el periodo entre 1917 y 1982 fue el principal referente de utopía social. Existen también en el pasado de las sociedades otras acciones de resistencia menos espectaculares y con menor impacto histórico, pero no por ello menos valiosas, ya que fueron batallas necesarias en la consecución de un orden social más libre y menos injusto. La misión del historiador es, según Fontana, destacar esas batallas perdidas para enseñarnos caminos alternativos y otros futuros posibles. Se trata en últimas de encontrar “la racionalidad de unos proyectos alternativos que no triunfaron en su momento, pero que guardan una carga de aspiraciones que no deberíamos dejar que se olvidaran, porque contienen algo que puede seguir siendo valioso para el futuro” (Fontana, 2006a, p. 7).

También se requiere que los historiadores se desprendan de la falsa neutralidad y se comprometan en hacer una historia útil socialmente que propenda por un cambio social, el cual —como hemos dicho— tiene necesariamente que ir en contravía de la creciente desigualdad que nos impone el modelo capitalista imperante. Cualquier declaración por parte de los historiadores de aparente neutralidad en realidad solo facilita que las clases dominantes sigan aprovechando la historia para su beneficio, utilizándola como herramienta adoctrinadora. Una labor socialmente útil del historiador consiste precisamente en rechazar aquellas versiones tergiversadas del pasado e inspiradas en dudosos intereses y contraponer un relato del pasado que movilice a la acción ciudadana en lugar de paralizarla con perspectivas fatalistas. La historia debe ser una herramienta para encontrar nuevos caminos que nos conduzcan colectivamente a sociedades donde igualdad y libertad sean los valores predominantes (Fontana, 2006d).

Desde la concepción de Fontana, el oficio del historiador debe estar orientado a explicar y reflexionar sobre los problemas fundamentales de nuestro tiempo. Debe decirle cosas importantes a los hombres y las mujeres que transitan por el mundo y que comparten sueños y frustraciones con quienes les antecedieron en el tiempo y el espacio. La historia que se enseña, y que el historiador debe poner en la escena pública, saliéndose de los círculos cerrados hiperespecializados de su profesión, es aquella que ayuda a formar una consciencia individual y colectiva a través del estudio del pasado en perspectiva de comprensión del presente. En opinión de Fontana (2011a), esta tarea se puede adelantar bien sea buscando las raíces de los problemas actuales, mostrando las posibilidades alternativas de proyectos disidentes, o dejando en evidencia el carácter transitorio de aquello que se nos intenta presentar como fatalmente condicionado.

Conclusión

El estudio de las obras de Josep Fontana no puede limitarse al simple interés histórico, entendido como conocimiento erudito, sino que debe considerar su perspectiva política y de cambio social. Su marco interpretativo del pasado siempre estuvo marcado por su compromiso político, alejándose de la falsa neutralidad que abunda en los historiadores, desenmascarando los intereses de quienes pretenden continuar usufructuando sus privilegios por encima del trabajo colectivo de la mayoría. Desde su perspectiva, la historia tiene una utilidad social que va más allá del simple conocimiento inerte del pasado. Su estudio e investigación debe servir para la transformación positiva de la sociedad, la cual solo acaecerá cuando las sociedades comprendan las fuerzas que impiden el completo desarrollo de todas las dimensiones humanas, y de los mecanismos que las someten en beneficio de unos pocos grupos privilegiados.

Estudiar y denunciar estos mecanismos de dominación fue la tarea principal de buena parte de las obras de Fontana, sin perder el optimismo y la esperanza de pensar un mundo mejor y más justo. De hecho, buena parte de sus textos insisten en la necesidad de construir este cambio gracias a un mejor conocimiento del pasado. Pero este cambio no llegará sin trabajo, debe ser la consecuencia de las acciones humanas racionales que actúan con el conocimiento de todos aquellos factores en los que el modelo capitalista flaquea, y que, por tanto, son susceptibles de combate: “El nuevo mundo irá naciendo poco a poco en el terreno que entre todos vayamos desbrozando, que vayamos limpiando de la maleza de los errores interesados y los tópicos irracionales” (Fontana, 2011b, p. 143).

Fontana no se limita a la crítica del capitalismo vencedor de la guerra fría, sino que hace autocrítica y desglosa los errores que también cometieron quienes formaron parte del campo socialista. De hecho, el desplome del socialismo de Estado se debió en buena parte a su incapacidad de tramitar las aspiraciones sociales de quienes formaban parte de ese sistema. La brutalidad de los soviéticos en sus intervenciones en Hungría (1956), Checoslovaquia (1968) y Alemania Oriental (1989) son prueba suficiente de ello (Fontana, 2011c). Esta autocrítica hace parte de la manera como Fontana entiende la función de la historia: como una herramienta para el cambio social. Un balance sobre sus estudios historiográficos señala la importancia que le adjudicó al trabajo del historiador y su necesidad de reivindicar su oficio más allá de las funciones de la memoria. También sobre la comprensión de que la historiografía es mucho más que un estilo literario que nos remite a otros textos, como lo sostendría White, sino que, al contrario, nos remite al pasado con un propósito comprensivo y analítico.

Para terminar, se citan aquí las palabras que Fontana (1994b) le brindó a la obra del historiador E.P. Thompson, a quien se las dedicaba, y que bien se pueden aplicar a su propia trayectoria:

Me parece que lo que conviene hacer no es conmemorar su vida ni convertir su obra en objeto de estudio, como algo que pertenece a una etapa anterior del desarrollo de la ciencia histórica, sino, simplemente, proponer sus libros como una lectura necesaria para quienes hoy estudian historia, con el fin de que puedan encontrar en ellos respuestas a sus perplejidades actuales y algo con que empezar a elaborar un poco de esperanza para mañana. (p. 7)

Referencias

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Notas

[1] En relación con este punto vale la pena leer la extensa entrevista (tal vez de las últimas) que le hizo José G. Alén y que está publicada en el número 3 de la revista Nuestra Historia editada por la Fundación de Investigaciones Marxistas. También el número 7 de esta misma revista que le rindió homenaje póstumo y que publica algunos artículos interesantes, tanto de carácter personal como intelectual. Vale la pena también la semblanza en profundidad que redactó José Antonio Piqueras (2018) en el número 94 de la revista Historia Social y que recoge buena parte de su trayectoria intelectual.
[2] Un texto reciente que vale la pena revisar para conocer el pensamiento historiográfico de Fontana es el artículo de Gonzalo Pontón (2019), quien fundó el sello editorial Crítica y Pasado & Presente e hizo equipo con Fontana para editar la colección más importante de historia en idioma castellano. En él Pontón hace un balance de aquellos textos que marcaron la carrera intelectual de Fontana y que construyeron su perspectiva de la historia. El número de la revista donde aparece su artículo es un dossier de homenaje a la obra de Fontana.
[3] Sus contribuciones a este campo también fueron valoradas en un homenaje póstumo que se le brindó en las XVI Jornades Internacionals de Recerca en Didàctica de les Ciències Socials adelantadas en la Universidad Autónoma de Barcelona en el año 2019. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=Oamrsxn8wm4

Información adicional

Cómo citar este artículo: Ramos, J.C. (2022). El historiador como intelectual crítico. Aproximación a la obra de Josep Fontana. Jangwa Pana, 21(1), 78-88. doi: https://doi.org/10.21676/16574923.4463

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