Entrevista
Eduardo Viveiros de Castro:
“En Brasil todos son indios, excepto quien no lo es”
Traducción
de:
Doctora en Estudios Culturales
Latinoamericanos. Docente de la Facultad de Humanidades de la Universidad del
Magdalena, Colombia. Correo electrónico: ifigueroa@unimagdalena.edu.co. ORCID ID: https://orcid.org/0000-0002-9119-3615
Abogada de la Universidad del
Magdalena. Investigadora adscrita al
Grupo de Investigación “GRISJUM” de la misma Institución. Colombia.
Correo electrónico: marguipiraquive7@gmail.com. ORCID
ID: https://orcid.org/0000-0002-9052-008X
De
la versión original en portugués:
Viveiros
de Castro, E. (2006). “No Brasil, Todo Mundo é Índio, Exceto Quem Não É”. In.
Ricardo, B y Ricardo, F. (Ed.). Povos
Indígenas no Brasil: 2001-2005. (pp. 41-49). São Paulo, Brasil: ISA.
En
26 de abril de 2006, Eduardo Viveiros de Castro – profesor de Antropología en
el Museo Nacional (Rio de Janeiro) y especialista en Etnología Brasilera –
estuvo en el Instituto Socioambiental (ISA) de São Paulo para hablar con los
editores de Povos Indígenas no Brasil, sobre dos cuestiones polémicas: ¿Quién
es indio? y ¿qué es lo que define la pertenencia a una comunidad indígena? [Lo que sigue es la entrevista].
Empiezo
por decir que sospecho que nuestra entrevista necesitará un sobreuso de
comillas, no sólo comillas de citación, sino sobre todo comillas de distanciamiento.
Esto debido a que esa discusión -¿quién es indio?, o ¿qué es lo que define la
pertenencia? etc.- posee una dimensión un tanto delirante o alucinatoria, como
el resto de las discusiones donde lo ontológico y lo jurídico entran en un
proceso público de apareamiento. Suelen nacer monstruos de ese proceso. Ellos
son pintorescos y relativamente inofensivos, desde que no creamos demasiado en
ellos. Caso contrario, ellos nos devoran. Entonces, pues, las comillas
agnósticas.
La
cuestión que me fue presentada no deja de reaparecer desde que comencé a
estudiar antropología, ya van 30 años. En aquella lejana época estábamos siendo
acosados por la geopolítica modernizadora de la dictadura –era fines de los
años 1970–, que quería embutirnos su famoso proyecto de emancipación. Ese
proyecto, asociado como estaba al proceso de ocupación inducida (invasión
definitiva sería quizá una expresión más correcta) de la Amazonía, consistía en
la creación de un instrumento jurídico para discriminar quién era indio de quién
no lo era. El propósito era emancipar, es decir, retirar de la responsabilidad
tutelar del Estado los indios que se habían transformado en no-indios, los
indios que ya no eran más indios, es decir, aquellos individuos indígenas que
“ya” no presentasen “más” los estigmas de indianidad estimados necesarios para
el reconocimiento de su régimen especial de ciudadanía, (el respeto hacia ese
régimen, que quede claro, era y es otra cosa).
¿Quién
es indio? Primer borrador, de Eduardo Viveiros de Castro.
“Indio” es cualquier miembro de una comunidad
indígena, reconocido por ella como tal.
“Comunidad indígena” es toda comunidad fundada en
relaciones de parentesco o vecindad entre sus miembros, que mantiene lazos
histórico-culturales con las organizaciones sociales indígenas precolombinas.
1. Las relaciones de parentesco o vecindad
constitutivas de la comunidad incluyen las relaciones de afinidad, de
filiación adoptiva, de parentesco ritual o religioso, y, generalmente, se
definen en los términos de la concepción de los vínculos interpersonales
fundamentales propios de la comunidad en cuestión.
2. Los lazos histórico-culturales con las
organizaciones sociales precolombinas comprenden dimensiones históricas,
culturales y sociopolíticas, que son:
a) La continuidad de la presente implantación
territorial de la comunidad con relación a la situación existente en el
territorio precolombino. Tal continuidad incluye, en particular, la
derivación de la situación actual a partir de determinaciones o contingencias
impuestas por los poderes coloniales o nacionales en el pasado, tales como
migraciones forzadas, traslados, captura de indios, reducciones,
confinamientos y demás medidas de asimilación y oclusión étnica;
b) La orientación positiva y activa del grupo
frente a los discursos y prácticas comunitarias derivadas del fondo cultural
amerindio, y concebidos como patrimonio relevante del grupo. En vista de los
procesos de destrucción, reducción y oclusión cultural, asociados a la
situación evocada en el ítem anterior, tales discursos y prácticas no son
necesariamente aquellos específicos del área cultural (en el sentido
histórico-etnológico) donde se encuentra hoy la comunidad;
c) La decisión, sea ella manifestada o
simplemente presumida, de la comunidad de
constituirse como entidad socialmente diferenciada dentro de la
comunión nacional, con autonomía para estatuir y deliberar sobre su
composición (modos de reclutamiento y criterios de inclusión de sus miembros)
y negocios internos (gobernanza comunitaria, formas de ocupación del
territorio, régimen de intercambio con la sociedad que los rodea), así como
de definir sus modalidades propias de reproducción simbólica y material.
(Mayo, 2005)
|
Fue
en reacción a ese proyecto de desindianización jurídica que surgieron las
Comisiones Pro-Indio y las Anaís (Asociación Nacional de Acción Indigenista);
fue también en ese contexto que se formaron o consolidaron organizaciones como
el Centro de Trabajo Indigenista, (CTI) y el PIB, o “Projeto Povos Indigenas no
Brasil” del Centro de Documentación Indígena (CEDI), (el PIB, como todos saben,
está en los orígenes del Instituto Socioambiental -ISA). Todo eso surgió de ese
movimiento, que se constituyó precisamente en torno de la cuestión de quién es
indio –no para responder a esa cuestión, pues no era una cuestión, sino una
respuesta, una respuesta que cabía “cuestionar”, es decir, rechazar, dislocar y
subvertir. “¿Quién va a responder esa respuesta?”, pregunta un personaje de una
película de Herzog. Justamente: cómo responder a la respuesta que el Estado
tomaba por incuestionable en su cuestión: que “indio” era un atributo
determinable por inspección y mencionable por ostensión, una substancia dotada
de propiedades características, algo de lo cual se podía decir lo que es, y
quien cumple con los requisitos de tal esencialidad. ¿Cómo responder a esa
respuesta? Pues, si se creyera en ella, se trataría solamente de llamar a los
peritos y pedir que ellos indicasen quién era y quién no era indio. Pero los
peritos se rehusaron a responder tal respuesta. Por lo menos al inicio.
Nótese
que en aquella época, la pregunta de saber quién era indígena no se
cristalizaba alrededor de aquello que se vino a llamar etnias emergentes,
fenómeno bastante posterior: por el contrario, fueron dichas nuevas etnicidades
las que surgieron de esa cuestión, respondiendo a ello con una respuesta
dislocada, es decir, inesperada. El problema de aquella época, muy por el
contrario de cualquier “emergencia”, era una sumergencia de las etnias, era el
problema de las etnias que se sumergían, de aquellos colectivos que estaban
siguiendo, por fuerza de las circunstancias (eso es un eufemismo), una
trayectoria histórica de alejamiento de sus referencias indígenas y de quienes,
bajo ese pretexto, el gobierno quería librarse: “Esas personas ya no son más
indios, nos lavamos las manos. No tenemos nada que ver con eso. Liberen sus
tierras para el mercado; dejen que ellos negocien su fuerza de trabajo en el
mercado”.
Nuestro
objetivo político y teórico, como antropólogos, era establecer definitivamente
–no lo logramos, pero creo que algún día lo haremos– que indio no es una
cuestión de tocado con plumas, achiote, arco y flecha, algo aparente y
evidente, y en ese sentido esteriotipador; sino una cuestión de “estado del
espíritu”. Un modo de ser y un no modo de aparecer. En realidad, algo más (o
menos) que un modo de ser: la indianidad designaba para nosotros un cierto modo
de devenir, algo esencialmente invisible, pero no por eso menos eficaz: un
movimiento infinitesimal incesante de diferenciación, no un estado masivo de
“diferencia” anteriorizada y estabilizada, es decir, una identidad. (Sería
bueno que un día los antropólogos dejen de llamar identidad a la diferencia y
viceversa). Nuestra lucha, por lo tanto, era conceptual, nuestro problema era
hacer que el “aún” del sentido común, “esa gente aún es indio” (o “ya no lo
es”) no significara un estado transitorio o una etapa a ser vencida. La idea es
la de que los indios “aún” no habían sido vencidos, ni jamás lo serian. Ellos
jamás acabarían de ser indios, “aunque”… o justamente por qué. En suma, la idea
era que “indio” no podía ser visto como una etapa en la marcha de ascenso hasta
el envidiable estado de “blanco” o “civilizado”.
De la emancipación a la
re-indianización.
Sin
embargo, la filosofía de la legislación brasilera era justamente esa: todos los
indios “aún” eran indios, en el sentido de que un día iban, porque debían, a
dejar de serlo. Incluso los que estaban desnudos en la selva, con sus
consabidos tocados de plumas, sus collares de chaquiras, sus arcos, flechas,
garrotes y cerbatanas, los indios con “contacto intermitente” o los “aislados”
–incluso esos aún eran indios. Solamente aún; es decir, aún, solamente, porque
aún no eran no-indios. El objetivo de la política indigenista del Estado era
gerenciar (y, ¿por qué no?, acelerar) el célebre “proceso histórico”, artículo
de fe común a los más variados credos modernizadores, del positivismo al
marxismo. Todo lo que se “podía hacer” era garantizar – eso para los más bien
intencionados- que el “proceso” no fuese demasiado brutal. Pero, de una u otra
forma, se entendía que el anhelado omelette nacional solo podría hacerse de una
forma y bien se sabe cuál era.
La
lucha contra el proyecto de emancipación, llevó a las personas que estaban del
lado de los indios a que se preocuparan con censos, levantamientos, con
información, con organización, comunicación y propaganda. Se trataba, en suma,
de hacer la cuestión visible. En el fondo, no dejó de ser una suerte que los
generales y coroneles de la época hubieran intentado desindianizar una porción
de comunidades indígenas, pues eso, en realidad, terminó por reindianizarlas.
El precipitado intento del régimen dictatorial de legislar sobre la ontología
de la indianidad, “desinvisibilizó” a los indios, quienes eran virtualmente
inexistentes como actores políticos en las décadas de 1960 y 1970. Ellos solo
aparecían, de vez en cuando, en algún reportaje multicolor sobre el Xingu,
generalmente como ilustración del admirable trabajo de los hermanos Villas Bôas,
(digo admirable sin ninguna ironía; no dejaba de ser bizarro, sin embargo, el
hecho de que en esa época hubiera una serie de periodistas especializados en
deslumbrarse ante los Villas Bôas y otros sertanistas). El revuelo suscitado
por el proyecto de emancipación rescató la cuestión indígena del folclor de
masas al cual había sido reducida. Ello hizo que los propios indios se dieran
cuenta de que, si ellos no tomaban las precauciones, realmente sí dejarían de
ser indios, y muy rápidamente. Gracias a
eso, entonces y finalmente, los indios se hicieron mucho más visibles como
actores y agentes políticos en el escenario nacional. Los primeros líderes
indígenas de expresión supralocal surgieron en ese contexto, como Mário Juruna
y Aílton Krenak.
La
cuestión sobre quién es o no indio reaparece ahora, pero por otras razones.
Algunas personas relacionadas con la cuestión indígena tienen a veces la
impresión (o por lo menos yo tengo la impresión de que ellas tienen esa
impresión) de que nosotros, los indios y antropólogos, fuimos un poco víctimas
de nuestro propio éxito. Antiguamente,
muchos colectivos indígenas sentían vergüenza de serlo, y el gobierno tenía
todo el interés de aprovechar esa vergüenza inculcada sistémicamente, quitando
las consecuencias jurídicas-políticas, digámoslo así, del eclipsamiento
histórico de la faz indígena de varias comunidades “campesinas” del país.
Ahora, por el contrario, “todo el mundo quiere ser indio” –decimos entre
intrigados y orgullosos. Quizá más intrigados que orgullosos. Antiguamente, los
especialistas en “proceso histórico” nos llenaban los oídos con el dogma de que
la “condición campesina” (con opción de “proletarización”) era el devenir
histórico inexorable y por lo tanto la verdad de las sociedades indígenas, y
que la descripción de esas sociedades como entidades socioculturales autónomas
suponía un “modelo naturalizado” y “a-histórico”. Pero pasa que, poco a poco, los indios
empiezan a reivindicar y terminan por obtener el reconocimiento constitucional
de un estatuto diferenciado permanente dentro de la llamada “comunión
nacional”; y entonces ellos implementan ambiciosos proyectos de
retradicionalización, marcados por un autonomismo “culturalista” que, por
instrumentalista y etnicizante, no es menos primordialista ni menos
naturalizante; y entonces, finalmente, algunas comunidades rurales situadas en
las áreas más arquetípicamente “campesinas” del país reasumen su condición
indígena, en un proceso de transfiguración étnica que es lo exactamente inverso
de aquello anunciado, en los 1970, por Darcy Ribeiro en el célebre Los indios y
la civilización, en profecía creída, con
uno que otro retoque, por la mayoría de los antropólogos.
Del indio a la comunidad (1)
Con
la constitución de 1988, el juego acabó transformándose totalmente. De hecho,
hubo una inversión de 180 grados en relación con el proyecto de emancipación.
El propósito explícito de ese proyecto era emancipar individuos, pero su
verdadero objetivo, como se conoce, era el de “liberar” comunidades enteras.
Con la Constitución se consagró el principio de que las comunidades indígenas
se constituyen en sujetos colectivos de derechos colectivos. El “indio” dio
lugar a la “comunidad” (un día llegaremos al “pueblo” -quién sabe), y así lo
individual cedió el paso a lo relacional y lo transindividual, lo que fue, y no
es necesario enfatizarlo, un paso gigantesco, aun cuando lo transindividual
haya tenido que asumir la máscara de lo supra-individual para poder figurar en
la metafísica constitucional, la máscara de la comunidad, como súper-individuo.
De cualquier manera, lo individual no podría dejar de ceder a lo relacional,
una vez que la referencia indígena no se toma como un atributo individual, sino
como un movimiento colectivo, y que la “identidad indígena” no es “relacional”
solamente “en contraste” con identidades no indígenas, sino relacional (luego,
no es una “identidad”), antes que nada, porque constituye colectivos
transindividuales intrareferenciados e intradiferenciados. Existen individuos
indígenas porque ellos son miembros de comunidades indígenas, y no al revés.
Pues
bien, fue a partir de ese momento que se aceleró una “emergencia” de
comunidades indígenas que estaban sumergidas por varias razones: porque habían
sido enseñadas a decir que no eran indígenas; porque habían sido colocadas en
una licuadora político-religiosa, una amoladora cultural que amalgama etnias,
lenguas, pueblos, regiones y religiones, para producir una masa homogénea capaz
de servir de población, esto es, de sujeto (en el sentido de súbdito) del
Estado. Como se sabe, las antiguas misiones que están en el origen de tantas
ciudades, villas, campamentos en el interior de Brasil fueron lugares
privilegiados de esa fabricación de componentes indígenas del “pueblo
brasilero”, al sintetizar los célebres indígenas genéricos, los indígenas de
las aldeas, catecúmenos del sacramento estatal de la transubstanciación étnica:
la comunión nacional… La Constitución de 1988 interrumpió jurídicamente
(ideológicamente) el proyecto secular de desindigenación, al reconocer que
aquel no se había completado. Y fue así que las comunidades entraron en el
proceso de distanciamiento de la referencia indígena y comenzaron a percibir
que volver a “ser” indígena -–esto es, volverse indígena, retomar el proceso
incesante de convertirse en indígena– podría ser interesante. Convertir,
revertir, pervertir, subvertir el dispositivo de sujeción armado desde la
conquista de modo a volverlo dispositivo de subjetivación: dejar de sufrir la
propia indianidad y pasar a disfrutarla. Una gigantesca ab-reacción colectiva,
para que usemos viejos términos psicoanalíticos. Una carnavalización étnica. El
retorno del reprimido nacional.
La explosión de la
indianidad
A
partir de aquel momento -que aún lo estamos viviendo- y de aquello que ganó un
ímpetu irresistible a partir de él, a saber, la reetnización progresiva del
pueblo brasilero, la pregunta “¿Quién es indio?” dejó de colocarse en vista del
fin más o menos inconfesable que el Estado lo colocaba, el de violar los
derechos de las comunidades y de las personas indígenas. Ello pasó a ser un
problema de aquellos que se piensan del (y que piensan al) lado de los indios,
bien como un problema de los “propios” indios.
¿Cuál
es el problema hoy? Es decir, ¿cómo aparece el problema hoy? Él aparece como el
que evita la trivialización de la idea y el rótulo de “indio”. La preocupación
es clara y simple: bien, si “todo el mundo” o “cualquiera” (cualquier
colectivo) comienza a llamarse indio, eso puede perjudicar a los “propios”
indios. La condición de indígena, condición jurídica e ideológica, puede llegar
a “perder el sentido”. Ese es un temor
enteramente legítimo. No lo comparto, pero lo considero totalmente legítimo,
natural, comprensible, así como encuentro legítimo, natural, etc. el temor a
apariciones. En fin… el raciocinio es: si, de repente, nosotros tuviésemos que
“reconocer como tal” toda comunidad que se reivindica como indígenas ante los
distribuidores autorizados de identidad (el Estado), quienes acabarían mal
serían los Yanomami, los Tukano, los Xavante, todos los “indios de verdad”.
Podría haber una desvalorización de la noción de indígena. Si, antes, ser
indígena era costoso (para evocar un artículo pionero de Roberto DaMatta:
“¿Cuánto cuesta ser indio en el Brasil?”), y costaba caro, es claro, para quien
lo era, hoy ser indio estaría cada vez más barato. Ahora es fácil ser indio;
basta con decir…Y entonces nadie, especialmente el Estado, lo creería.
No
creo en ello. Mal comparando –y digo mal porque la comparación arriesga
reavivar estereotipos viejos y grotescos-, se puede decir que ser indio es como
aquello que Lacan decía sobre ser loco: no lo es quien quiere. Tampoco quien simplemente lo dice. Pues solo
es indio quien es capaz [de serlo].
Los antropólogos y la
garantía de la identidad
Pues
sí: los antropólogos quieren, justamente, garantizar esa identidad indígena.
Solo que no la garantizan; solo el indio es quien la asegura. El papel de los
antropólogos en esa pregunta es un poquito confuso. La comunidad antropológica,
por vía de sus ABAs (Asociación Brasilera de Antropología) y similares,
desempeñó un papel fundamental en la decisión de interrumpir e impedir el
proyecto de emancipación, decisión tomada en conjunto con otros abogados de la
causa y, naturalmente con los indios. Yo creo que ese momento, en 1978, fue uno
de los claros y raros momentos en que, de hecho, los antropólogos marcaron
diferencia. Una tremenda diferencia. No fueron uno o dos antropólogos, como
Darcy Ribeiro en el tiempo del Estado indígena, o los hermanos Villas-Bôas –que
a veces fueron llamados antropólogos, durante la creación del parque Xingu-–.
Sino que los antropólogos “como un todo”, con respecto a la colectividad,
fueron quienes marcaron una tremenda diferencia en ese momento. Lo mismo se
dice de la movilización en torno de la constituyente de 1988. Luego de eso, mi
impresión es que la cosa cambió un poco. “Los antropólogos” dejaron de ser un
plural colectivo, y pasaron a ser un plural distributivo: los antropólogos son
aquellas personas que hacen informes, son los peritos. Peritos en identidad.
Ajena. Bueno, no todos.
En
todo el proceso de justificación de la cuestión ¿Quién es indígena?, es decir,
de decidir cómo y dónde se aplican los artículos de la Constitución de 1988, la
antropología logró, desde mi punto de vista con justicia, esa ganancia política
de tornarse un interlocutor legitimo del aparato de Estado, parte necesaria en
los procesos jurídicos de garantía y de oficialización de las demarcaciones de
tierra, entre otras cosas. Pero con eso el antropólogo, (perdónenme el uso del
masculino), pasó también a tener una atribución que, a mi modo de ver, es
complicada, (perdónenme el uso del eufemismo). Él pasó a tener el poder de discriminar
quién es indio y quién no es indio, o antes, la prerrogativa de pronunciarse
con autoridad sobre la materia, de modo a instruir la instancia que tiene
realmente tal poder de discriminación, el Poder Judiciario. Aunque el
antropólogo diga siempre o casi siempre que fulano es indio, que aquellos
mestizos de la Piedra Negra son, de hecho, indios, poco importa. El problema es
que el antropólogo está “en posición de” decir quién no es indio, y decir que
alguien no es indio. Y puede hacerlo.
De
cualquier forma, el hecho de sentirse autorizado a responder ya situó, de
antemano al antropólogo en algún lugar entre el juez (a la final, el perito es
el que dice sí o no, constata y certifica que alguien es o no es alguna cosa) y
el abogado de defensa (aquél que dice, aunque no lo crea mucho: “sí, es indio;
mi cliente es indio y lo probaré”).
El antropólogo y el jurista
Todo
parece perfecto, normal y democrático. Pero la cuestión sigue siendo colocada
en los términos de siempre: sigue siendo una cuestión de decirse quién es qué.
Es sin duda difícil ignorar la cuestión, una vez que el Estado y su estructura
jurídico-legal funcionan como molinos productores de sustancias, categorías,
papeles, funciones, sujetos, titulares de ese o de aquel derecho, etc. Lo que
no es sellado por los oficiales competentes, no existe –no existe porque fue
producido por fuera de las normas y patrones-, no recibe la impronta de
calidad. Lo que no está en los autos, etc. Ley es ley, etc. y al fin de
cuentas, es necesario administrar la nación; es necesario gestionar la
población, y el territorio. Como se dice.
Pero
hay quien diga que el papel de los antropólogos no es, nunca fue y jamás
debería ser el de decir quien es indio y quien no es indio. Que eso es cosa de
inspector de aduana, del fiscal de identidad ajena. Esta es mi posición
personal (¿y cómo podría ser otra cosa, al fin y al cabo?), consecuencia de la
dificultad que siento de enunciar juicios como “esos tipos son indios” o “esos
tipos no son indios”. El problema, para mí, es la legitimidad de la pregunta.
No acepto esa pregunta como una pregunta antropológica. Esa no es una pregunta
antropológica, es una pregunta jurídica. ¡Oh no! esa es una pregunta
esencialmente, fundamentalmente, visceralmente política, obtemperarán mis astutos
colegas. Pero claro que es una pregunta política, replicaré. Y mi respuesta
política es decir que esa no es una pregunta antropológica, sino una pregunta
jurídica, y que aquí es donde se distingue el antropólogo del jurista: en el
tipo de pregunta que ellos tienen “el derecho” de hacer y, por lo tanto, de
responder.
Naturalmente
el antropólogo también puede responder, o ayudar a responder preguntas
jurídicas, y que él es a veces compelido a colocarse imaginariamente (o
tácticamente) en la posición del Legislador, cuando no en la del Consejero del
Príncipe. Aunque… bien, en algunas situaciones él se obliga a sí mismo a
responder, por ejemplo, cuando las preguntas son hechas respecto al pueblo con
quien él trabaja, a las personas con las cuales él tiene relaciones reales, los
miembros de la comunidad o comunidades de las cuales el antropólogo es parte
componente e interesada, aun cuando una parte apartada. Aunque sea una parte
separada, que vive lejos, él siempre es parte de la comunidad. Queriéndolo o no.
Puede ser una parte renegada, una parte traidora, una parte distante, una parte
lejana, pero es parte. Y en cuanto tal, es claro que él tiene que responder las
preguntas que el Estado le “propone”, porque él está allá precisamente para
eso, para entrar en la pelea. Pero no debemos por eso imaginar que todas las
cuestiones que el antropólogo enfrenta sean, por eso, cuestiones
antropológicas, cuestiones que él naturalmente puede y debe responder, y debe
responsabilizarse por eso. Responsabilizarse, es decir, responder por la
respuesta. Pues al fin de cuentas, creo que nadie tiene el derecho de decir
quien es o quien no es indio, si no se dice (porque lo es) indio el mismo. Y es
justamente por eso que el antropólogo sólo puede responder, si le preguntan si
el pueblo o la comunidad que él escogió para ser parte es, de hecho, indígena,
de manera afirmativa. Esta respuesta afirmativa no responde a la pregunta que
le fue hecha. Obviamente.
En
suma, para el antropólogo, el indio es como un cliente, –siempre tiene la
razón–. El antropólogo no está allá para arbitrar si las personas que lo
hospedan y cuya vida él escudriña tienen o no razón en lo que dicen. Él está
allá para entender cómo es que, aquello que ellas están diciendo, se conecta
con otras cosas que ellas también dicen o dijeron, y así sucesivamente. Al
antropólogo no solamente no le cabe decidir qué es una comunidad indígena, qué
tipo de colectividad puede ser llamada comunidad indígena, como si le cabe, muy
por el contrario, mostrar que ese tipo de problema es indecidible.
Todos son indios, excepto
quien no lo es
Permítanme
incurrir en una exageración heurística. Yo diré que en Brasil todo son indios,
excepto quien no lo es. Creo que el problema es “probar” quién no es indio en
Brasil. Respuesta política a la respuesta (es decir, a la pregunta) política
que se le ofrece al antropólogo.
Comencemos
por algún inicio. Entiendo que la cuestión de quién es o quién no es indio, en
principio, no es una cuestión de “cultura”, es decir, una cuestión que se
responda mediante la inspección de los contenidos culturales de la vida de un
colectivo. No estoy negando, obviamente, que haya un fondo cultural amerindio
muy vivo y muy real: un fondo o, por otra parte, una forma, una estructura o
conjunto de estructuras (usemos una palabra que está fuera de moda)
conceptuales que remontan a la América precolombina. Lo que estoy diciendo es
que la relación con ese fondo cultural no es una relación necesaria (aunque
pueda ser suficiente -quizá) para definirse qué es indio. Porque una vez que se
rechaza la pregunta, el fondo cultural no puede más servir para definir
pertenencias e inclusiones en clases identitarias. Ese fondo cultural es un
elemento de la historia del país, del continente, de las tres Américas. Los
colectivos humanos contemporáneos esparcidos por nuestro continente se orientan
de modos variados en relación con ese fondo: ninguno de esos modos es reducible
al modo emanativo, pues un colectivo humano no es jamás la encarnación de una
cultura; no porque sea más que eso, sino porque es otra cosa.
Y
entonces yo invierto la cuestión. El problema es quién no es indio. (Esa
afirmación se insiere en una teoría del minoritario que debo a otros, y que no
cabe exponer aquí. Pero como buen entendedor, es así que puedo afirmar que en
Brasil todo el mundo es indio, excepto quien no lo es). Darcy Ribeiro,
inclusive -no sé si él dijo exactamente eso, no soy un buen lector suyo-,
insistió con elocuencia el hecho de que el “pueblo brasilero” es mucho más
indígena de lo que se sospecha o supone. (No estoy con eso, desnecesario decir,
minimizando el aporte obvio y gigantesco de las poblaciones africanas traídas
acá a la fuerza). El hombre libre del orden esclavocrata, para usar el lenguaje
de Maria Silva Carvalho Franco, es un indio. El caipira es indio, el caizara es
indio, el caboclo es indio, el campesino del interior del nordeste es indio.
¿Indio en qué sentido? Él es un indio genético, para empezar, pese a que eso no
tenga la menor importancia.
Lo genético y lo genérico
Los
investigadores de la Universidad Federal de Minas Gerais -UFMG que hicieron un
levantamiento del aporte genético amerindio en la población nacional,
descubrieron que ese es mucho más grande de lo que se imaginaba.
Aproximadamente un 33%, creo. O sea que, al fin de cuentas, el flujo génico
amerindio sigue corriendo suelto. Interesante, pero eso no tiene la menor
importancia, excepto por lo que puede ayudar a aclarar sobre la historia “de
Brasil”. Digo que los colectivos caizaras, caboclos, campesinos e indios son indios
(y no 33% indios) en el sentido de que son el producto de una historia, una
historia que es la historia de un trabajo sistemático de destrucción cultural,
de sujeción política, de “exclusión social” (o peor, de “inclusión social”),
trabajo ese que es propiamente interminable. No es posible hacer que todos los
brasileros dejen de ser indios completamente. Por más exitoso que haya sido o
esté siendo el proceso de desindianización llevado a cabo por la catequización,
por la misionarización, por la modernización, por la ciudadanización, no se
puede limpiar la historia y suprimir toda
la memoria, porque los colectivos humanos existen crucial e
inminentemente en el momento de su reproducción, en el pasaje intergeneracional
de aquél modo relacional que “es” el colectivo, y a menos que esas comunidades
sean físicamente exterminadas, expatriadas, deportadas, es muy difícil
destruirlas totalmente. Y aun cuando lo fueron, cuando fueron reducidas a sus
componentes individuales, extraídos de las relaciones que los constituían, como
sucedió con los esclavos africanos, esos componentes reinventan una cultura y
un modo de vida – un mundo relacional que, por constreñido que haya sido por
las condiciones adversas donde se desarrolló, jamás dejó de ser una expresión
de la vida humana exactamente como cualquier otra. No hay culturas
inauténticas, pues no hay culturas auténticas. No hay, además, indios
auténticos. Indios, blancos, afro-descendientes, o quien quiera que sea – pues
auténtico no es cosa que los humanos sean. O quizá sea una cosa que sólo los
blancos puedan ser (peor para ellos). La autenticidad es una auténtica
invención de la metafísica occidental, o aún más que eso –ella es su
fundamento, entiéndase, es el concepto mismo de fundamento, concepto
archimetafísico. Solo el fundamento es completamente auténtico; solo lo
auténtico puede ser completamente fundamento. Pues lo Autentico es el avatar
del Ser, una de las máscaras utilizadas por el Ser en el ejercicio de sus
funciones monárquicas dentro de la onto-teo-antropología de los blancos. ¿Qué
diablos tendrían que ver los indios con eso?
Tornarse indio: ¿Un problema
para el judicial?
Mércio
Gomes, ex presidente de la Fundación Nacional del Indio - Funai (entre 2003 -
2007), habló como hablaban (como eran hechos hablar por sus jefes) los
presidentes de la Funai de ayer [referencia al artículo publicado en el
periódico Estadão de 13/01/06, en la cual Mércio alegó que el Supremo Tribunal
Federal tendrá que definir un “límite” para las reivindicaciones cada vez más “excesivas”
por nuevas Tierras Indígenas; este comentario, como era de esperarse, generó
indignación en muchos sectores indigenistas]. La razón, ahora, no es más porque
hay mucho indio que “no es más indio”, sino porque hay mucho blanco que “nunca
fue indio” queriendo “hacerse indio”. Cuando sería mejor decir: hay mucho
blanco que nunca fue muy blanco porque ya fue indio, queriéndose hacerse indio
nuevamente.
Pero
eso es visto como un escándalo, en el fondo; es un mundo patas arriba y al
revés. Pues es como si no se pudiera -y poder en el sentido lógico, no
solamente en el sentido moral- querer
hacerse indio, sino que solo se pudiera querer dejar de serlo. Es como si
querer “hacerse indio” fuese una contradicción en los términos; solo puede
deshacerse. De cualquier manera, ya hay demasiados indios por aquí; y, además,
los indios tienen tierras en demasía. Brasil estaría mejor y más grande con
menos indios: solo con los que existen hoy, por ejemplo. Seamos liberales: no
es necesario matar a nadie; los indios que tenemos son buenos; son incluso
necesarios. Pero, sobre todo, ellos son suficientes. Cerremos la puerta.
Hagamos una escala. El indio de verdad es solo el indio aislado; regresemos a
las famosas categorías, cuya intención de marcar etapas temporales es evidente:
aislado, contacto intermitente, contacto permanente e integrado. ¿Dónde pasará
el corte? ¿En la cara de quién se cerrará la puerta? Integrado ya no es más
indio; esa es fácil. ¿Y los de contacto intermitente? ¿Cuál frecuencia de
intermitencia hace de un intermitente un integrado (como quien dice, de un
usuario ocasional un adicto)? ¿Dieciséis horas por día? Bien, al indio aislado,
nadie le puede decir que no es indio, sobretodo porque él ni siquiera es indio
aún. Él no sabe que es indio; no fue contactado por la Funai ni nada de eso. Es
decir, primero hay que hacerse indio para después dejar de serlo. ¿Por qué
entonces no se puede querer hacerse indio otra vez después dejar de serlo? ¿O
quién sabe volver a nunca haber sido, pero ni por eso insistiendo menos en ser?
Cerrando la lista
Mércio
dijo lo mismo que decían los gobiernos de la dictadura. En esencia, él dijo que
hay demasiados indios. Esa cosa de cerrar la lista ocurrió en Estados Unidos,
por ejemplo. En determinado momento definieron arbitrariamente quiénes eran los
indios. Sólo que allá, siendo aquél el país lo que es, los indios de la lista
serán siempre indios. Y, sin embargo, esa lista nunca se cierra completamente.
No hace mucho tiempo que ciertas comunidades reivindicaron una indianiedad
dejada fuera de la lista, y otras siguen haciéndolo… Ténganse en cuenta el
célebre caso de los Lumbee [pueblo que vive en el estado de Carolina del Norte;
reconocidos sólo en 1956 como indios, aún luchan para conquistar derechos y
beneficios] o el más reciente de los Mashpee. Situaciones muy similares a las
que ocurren aquí.
En
fin, tengo la impresión de que es eso lo que Mércio quería hacer. Una lista, para poder decir
después: la lista está cerrada. Nótese lo arbitrario cuasi burlesco de una
lista como esa. ¿Por qué parar ahora y no el próximo mes? ¿Por qué no paró
antes? Naturalmente, eso va a provocar una carrera –acelerar una carrera que ya
existe- para registrarse como indio. Lo correcto sería publicar un edicto.
Abrir una convocatoria pública. Establecer plazo. La declaración de Mércio
Gomes -suponiéndose que él haya dicho lo que se escribió que él dijo, la gente
inventa mucho…- es completamente absurda. La Funai es (o debería ser) la
representante, en el sentido de defensora, de las poblaciones indígenas. Allí
sería el último lugar de donde se podría esperar la emisión de un juicio como
ese. ¿Cómo es que el entonces presidente del llamado órgano tutelar (ni
siquiera sé si la Funai “aún es” eso) puede decir tal cosa?
Bien,
estoy fingiendo sorpresa –infelizmente. La declaración de Mércio fue la de un
estadista. Un pequeño estadista, naturalmente. En efecto y a rigor, definir
quién es o quien no es indio no es un problema de los indios ni de sus
comunidades. Ese es un problema puesto y resuelto por el Estado, instancia que
trata a los colectivos bajo su tutela (en el sentido lato, es decir, político)
de esa manera: quién es qué cosa, quién no es qué cosa, es necesario favorecer
eso, desalentar aquello; punir, premiar, inducir, reducir, administrar, disponer.
Nosotros los antropólogos tenemos que posicionarnos frontalmente en contra de
eso, rechazando (“en la medida de lo posible y dentro de los límites de la
ley”) esa cuestión como legitima.
Del indio a la comunidad (2)
Bien,
hablemos entonces de la experiencia ficcional a la cual me dediqué, al proponer
una definición “jurídica” de “indio”. Tal definición, insisto, es un ejercicio
escolar. No se trata de un proyecto de ley (ni siquiera), sino un intento sin
pretensiones de responder a colegas que creen que la cuestión de saber quién y
qué es indio puede tener una respuesta distinta a aquella que es dada
prácticamente por los indios, pasados, presentes y futuros.
Antes
de comentar la definición ficcional, quiero resumir en algunas frases oscuras
la “línea del raciocinio” que utilicé hasta aquí y que no utilizaré de ahora en
adelante, pero que me parece la única técnicamente correcta. Ella no deja de
estar contemplada, de cierto meta-modo, en la tercera dimensión de la
definición ficcional. Diré entonces que indio realmente no es eso que yo digo
que es, en este texto pseudo-legislativo que escribí. Y no lo es, porque los
enunciados de indianiedad son enunciados performativos y no enunciados
constativos, dependiendo, por lo tanto, de condiciones de felicidad y no de
condiciones de verdad (en el sentido de corresponder con un estado de cosas).
Empero, y este es el punto, las condiciones antropológicas de felicidad de tal
enunciado no son dadas por terceros. Sobre todo, no son ni pueden ser dadas por
Estado, el Tercero por excelencia. La identidad es tautegórica; ella crea su
propia referencia. Indios son aquellos que “representan a sí mismos”, en el
sentido que Roy Wagner da a esta expresión (cf. The invention of culture),
sentido ese que no tiene nada que ver con identidad; y nada que ver, tampoco,
con representación, como está indicado en la formulación deliberadamente
paradójica de la expresión. “Representar a sí mismo” es aquello que hace una
Singularidad, y lo que una Singularidad hace. Sigamos adelante.
El
objeto de la definición imaginaria que estamos comentando es eso que llamé
“comunidad indígena”. La expresión fue escogida por ser la más vacía posible.
En realidad, no me gusta mucho la palabra “comunidad”, canonizada por la
teología de la liberación y aprovechada con algo de astucia por los gobiernos
post-dictadura. Pero en este contexto, ella se justifica por impedir palabras
más puntiagudas y llenas de aristas, como etnias, tribu, sociedad, nación. La
palabra “colectivo” quizá fuese la más adecuada, pero ella es muy
especializada, pertenece al universo de una antropología más reciente, y los
problemas que ella pretende resolver son otros –notoriamente, como
rodear-ignorar la oposición naturaleza/sociedad. No es de eso de lo que se
trata aquí. Entonces, mantengamos comunidad.
En
seguida, cometo la soberbia de escribir: “comunidad indígena es…”. Ejercicio
totalmente parnasiano, repito. Pues a mí, en el fondo de mi corazón, no me
importa saber quién o qué es comunidad indígena, o no lo es. Si, “en cuanto
antropólogo”, yo termino por encontrarme en algún lugar donde, por acaso, haya
indios –con el sentido que la palabra
tiene en el lenguaje común, que es vacío y concreto al mismo tiempo-–, eso no
me obliga a, ni transcurre de, ninguna definición técnica. Cuando yo decidí
estudiar a los Araweté, yo pensaba: “yo quiero conocer unos tipos que vivan en
la selva y que utilicen arco y flecha”.
Pues.
El
punto realmente fundamental en la selección de la “comunidad” como sujeto de mi
definición ficticia es que el adjetivo “indio” no designa un individuo, sino
que especifica un cierto tipo de colectivo. En ese sentido no existen indios,
solamente comunidades, redes de relaciones que se pueden llamar indígenas. No
es posible determinar quién “es indio” independientemente del trabajo de
autodeterminación realizado por las comunidades indígenas, es decir, aquellas
que son el objeto del presente ejercicio definicional o, mejor dicho,
meta-definicional. El objeto y el objetivo de la antropología, dígase de paso,
es la elucidación de las condiciones de autodeterminación ontológica del otro.
Y punto.
En
fin, volviendo al texto: comunidad indígena es toda comunidad fundada en
relaciones de parentesco o vecindad entre sus miembros. El “o” aquí es
evidentemente inclusivo: “sea parentesco, o sea vecindad”. Ese es un punto
importante, porque impide una definición genética o genealógica de comunidad.
La idea de vecindad sirve para resaltar que “comunidad” no es una realidad
genética; por otro lado, colocar “relaciones de parentesco” en la definición
permite que se contemplen posibles dimensiones translocales de esa “comunidad”.
En otras palabras, la comunidad que tengo en mente es o puede ser una realidad
temporal tanto cuanto espacial. En suma, “parentesco” y “territorio”, para que
hablemos como Morgan, son tomados aquí como principios alternativos o
simultáneos de constitución de una comunidad. Conviene resaltar el carácter
no-geométrico de ese territorio: la inscripción espacial de la comunidad no
tiene que ser, por ejemplo, concentrada o continua, pudiendo al contrario ser
dispersa y discontinúa. Entonces, (1) comunidad fundada en relaciones de
parentesco y convivencia, y (2) que mantengan lazos históricos o culturales con
las organizaciones sociales indígenas precolombinas.
Introduzco
a estas alturas la primera especificación:
1. Las relaciones de parentesco
o vecindad, constitutivas de la comunidad, incluyen relaciones de afinidad, de
filiación adoptiva, de parentesco ritual o religioso – –quiere decir,
compadrazgo, colusión– - y, más generalmente, se definen en términos de las
concepciones de los vínculos, interpersonales fundamentales propios de la
comunidad en cuestión. Es decir, en buen portugués, es pariente quienes los
indios creen que es pariente, y no quien el Instituto Oswaldo Cruz, o cualquier
otro diga que es pariente sólo a partir de un examen de ADN. Parentesco incluye
aquí la afinidad. Eso es básico, en primer lugar, porque las relaciones de
afinidad son, en muchas culturas indígenas, transmisibles inter-generacionalmente,
exactamente como las relaciones de consanguinidad (hablo de los sistemas de
parentesco llamados “elementales”); en segundo lugar, porque, de un modo
general, la etnología viene mostrando que la afinidad es una armazón política y
el lenguaje ideológico dominante en las comunidades amerindias. Y por fin,
porque hay muchos matrimonios interétnicos en los mundos indígenas de hoy.
¿Cómo cortaría usted una familia por la mitad cuando el hombre es blanco y la
mujer es india, por ejemplo? Si la comunidad considera que el marido es miembro
de la comunidad, él es indígena, sin más. En lo que me concierne, si el marido
es un ciudadano lituano, pero se casó con la india Potira, y los padres de la
india Potira están de acuerdo, ese lituano es indio. Así, las relaciones de
parentesco y de vecindad incluyen lazos variados y, sobretodo, se definen en
términos de la actualización de los vínculos interpersonales fundamentalmente
propios de la comunidad en cuestión. Puede que no sea la sangre. Puede ser la
comensalidad, la vecindad; eso queda abierto. Cada comunidad tendrá una
concepción especifica de lo que son “vínculos interpersonales fundamentales”, y
son esas concepciones las que deben ser “definitivas” de las comunidades, no
las nuestras.
2. Los lazos histórico-culturales
con las organizaciones sociales precolombinas son evidentemente importantes,
pues es una tontería imaginar que se puede definir “indio” sobre la base del
perezoso principio sub-relativista según el cual “indio es cualquiera que se
crea como tal”. No es cualquiera; y no basta creer o decir; solo se es indio,
como yo dije, quien es capaz [de serlo] (Por otro lado, sí son parientes de los
indios aquellos que los indígenas consideren que son sus parientes y punto
final, pues solo los indios pueden garantizar eso).
Es
necesario traer para la definición, por lo tanto, el reconocimiento explícito
del hecho de que existía un mundo social precolombino, y de que haya una
porción de gente en el Brasil actual que está conectada con ello. Lo que
significa ese “conectada” es un problema, naturalmente. Los lazos
histórico-culturales con las organizaciones sociales precolombinas comprenden
dimensiones históricas, culturales y sociopolíticas. No es necesario que exista
una coincidencia entre estas tres dimensiones. Yo diría que, si una de ellas
está presente, queda “resuelto” el “problema”. Esas condiciones dimensionales
son condiciones suficientes, cada una en sí. Y ninguna de ellas es necesaria.
¿Cuáles son tales condiciones? Una de ellas, es una continuidad de la implantación
territorial de la comunidad con relación a la situación existente en el periodo
precolombino. Es la idea del territorio tradicional, de la Tierra inmemorial.
Es imposible no reconocer la importancia de eso. Como digo, tal continuidad es
suficiente, pero no es necesaria.
No
menos suficiente, además, es la disposición de concebir la situación presente
de la comunidad a partir de determinaciones y de contingencias impuestas por
los poderes coloniales o naciones en el pasado, tales como las migraciones
forzadas, capturas de indios, reducciones, traslados y demás medidas de
asimilación, oclusión y represión étnica. En suma, el indio de la aldea, el
indio que fue “mezclado”, que los misioneros y bandeirantes capturaron, no
pueden ser culpados de haber perdido sus referencias territoriales originales.
¿Esas comunidades dejarán de ser indígenas porque sus miembros fueron traídos a
la fuerza desde diferentes regiones? -–“Bien…disculpen, pero los jesuitas los
mezclaron con indios de todos los lados”.-– “¿Y por eso (responde el indio), la
culpa es mía? ¿Yo seré castigado por eso? Quiero mi tierra de vuelta.”- “Pero
ya tenemos muchos blancos, desde hace mucho tiempo, sobre esa tierra…”.
Entonces es necesario negociar. Pues la antigüedad de la expropiación no cambia
su naturaleza. La única fecha de caducidad es la memoria. Y la memoria tiene
sus, como se dice, usos sociales.
Haciéndose indio, haciéndose
blanco
La
otra cosa es la orientación positiva y activa de los miembros del grupo –este
es el segundo “criterio”– ante discursos y prácticas comunitarios, derivados
del fondo cultural amerindio, y concebidos como patrimonio colectivo relevante.
Si tomamos el punto desde la otra punta, significa: nadie es obligado a ser
indio. Los miembros de una comunidad pueden decidir: “nosotros quizá seamos
indios, pero no queremos serlo; de cualquier manera, estamos haciéndonos
blancos.” La noción de “hacerse blanco”, como se sabe, está presente en varios
mundos indígenas. Ella no quiere decir necesariamente lo que nosotros creemos
que quiere decir; por el contrario, lo que ella quiere decir es justamente uno
de los problemas más complejos que enfrentan los antropólogos. Existe todo un
sistema de presuposiciones recíprocas en juego, con por lo menos cuatro
orientaciones típicas: hacerse blanco,; hacerse indio,; pacificar al blanco,;
pacificar al indio. Los blancos “pacifican” a los indios, los “indios”
pacifican a los blancos, los indios dicen que están “haciéndose blancos”, hay
“muchos blancos” queriendo hacerse indio. Una situación muy interesante. Los
blancos lamentan que existan varios blancos queriendo hacerse indio y, al mismo
tiempo, que existan varios indios queriendo hacerse blanco. Los Yanomami
quieren hacerse blanco, y los caboclos de Piedra Furada, en el desierto de
Cariri o quién sabe dónde, están queriendo hacerse indio. El mundo está patas
arriba. Los Yanomami debían seguir queriendo ser indios (alguien debe seguir
queriendo; algunos indios son necesarios), y los caboclos deberían seguir
queriendo ser blancos, cada vez más blancos - ciudadanía.
En
realidad, esas dos cosas son mucho más complicadas de lo que se imagina. Los
Yanomami quieren hacerse blanco, pero eso no es exactamente lo que se imagina
que sea, y los caboclos de quien sabe dónde quieren hacerse indio, pero tampoco
es como se imagina lo que ellos quieren que sea. Nos corresponde a nosotros,
los antropólogos, ver toda la complejidad que está detrás de afirmaciones tan
banales como “nosotros nos estamos haciendo blanco”. Ese es un discurso común en
muchas comunidades indígenas: “nos estamos convirtiendo en blancos”, “los
indios se están terminando”. Lo que parece, sin embargo, es que nunca se
termina de hacerse blanco; y que los indios no acaban de acabar; es necesario
seguir siendo indio para poder hacerse blanco. Y parece también que hacerse
blanco a la manera de los indios no es exactamente como hacerse indio a la
manera de los blancos. Hasta que se haga.
Pero entonces, como se sabe, que aquello que se hizo se hace otra cosa.
En
fin, retomando: “debe” haber una orientación positiva y activa del grupo en
relación con los productos característicos de la vida comunitaria. Rituales,
mitos, configuraciones relacionales más o menos reificadas, la misma comunidad
como punto de orientación, polo de territorialización, y así en adelante. En
vista de los procesos de desmantelamiento antropológico asociados a la
situación evocada en el ítem anterior (reducciones, traslados, esclavitud,
catequización, etc.), tales discursos y prácticas no son aquellos específicos
del “área cultural”, en el sentido histórico-etnológico, donde hoy se encuentra
la comunidad. Es decir, ciertos indios pueden ser indios, tienen una
orientación positiva y activa con relación al fondo cultural amerindio, pero un
fondo cultural amerindio que remite a otra región “original”, simplemente
porque la de ellos fue destrozada. Entonces, si los caboclos de Piedra Furada
traen a un chamán Wajãpi para que les enseñe toré, ¿cuál es el problema? Los
antiguos romanos importaban profesores de griego para enseñar filosofía griega
para ellos, y nadie decía que, con eso, los romanos estaban dejando de ser
romanos. O decían (algunos romanos de hecho sí lo decían), pero no por eso
ellos dejarían de ser romanos. O dejarán. Los griegos, entonces, aún más. Pero,
repito, ni por eso. Como decía Saussure: “el francés no viene del latín. El
francés es el latín, tal como es hablado hoy en tal región de Europa”. Patrice
Maniglier, autor de un admirable libro sobre Saussure (de donde saqué la frase
anterior), agrega: “fue de tanto hablar latín [à forcé de parler latin] que los
galo-romanos empezaron a hablar francés”. Y así sucesivamente.
¿Renacimiento o invención?
Sahlins
cuenta una parábola en su pequeño libro Esperando a Foucault, que dice más o
menos así: Existe un lugar en el planeta, en el extremo occidente, donde vive
un pueblo muy interesante, donde hace cerca de unos seiscientos años atrás se
creía totalmente desprovisto de cultura. Había perdido toda su sabiduría
ancestral al cabo de innumerables invasiones bárbaras, de sucesivas
catástrofes, pestes, sequias, guerra, el diablo. A partir de cierto momento,
ese pueblo comenzó a reinventarse, creando una cultura artificial: comenzaron a
imitar una arquitectura de la que sólo conocían las ruinas o viejos escritos,
hacían traducciones vernáculas de textos en lenguas muertas a partir de
traducciones de otras lenguas, sacaban conclusiones delirantes, inventaban
tradiciones esotéricas perdidas… Como se sabe, ese proceso, que ocurrió en
Europa más o menos entre los siglos XIV y XVI, ganó el nombre de Renacimiento.
El occidente moderno empezó allí. Pero, ¿qué es el Renacimiento? Los europeos
–mezcla étnica confusa de germanos y celtas, de itálicos y esclavos, que
hablaban lenguas hibridas, muchas veces un poco más que un latín mal hablado
(es decir, el latín tal cual hablado en tal o cual región de Europa, diría
Saussure), repleto de barbarismos, practicando una religión semita filtrada por
un aparataje conceptual tardo-griego, y así en adelante– - descubren la literatura
y la filosofía griegas a través de los árabes. Reinventan el mundo griego, que
no era el mundo griego (o greco-romano) histórico, sino una “Antigüedad
clásica” hecha –como siempre- de fantasías y proyecciones del presente. Erigen
templos, casas, palacios imitativos, escriben una literatura que se refiere
privilegiadamente a ese mundo, una poesía imitando la poesía griega, esculturas
que imitan las esculturas griegas. Leen Platón de modos inauditos, poquísimos
griegos, imagínase. En fin: inventan, y así se inventan. Y Sahlins concluye:
pues bien, cuando se trata de los europeos, llamamos a ese proceso el
Renacimiento. Cuando se trata de los otros, lo llamamos invención de tradición.
Algunos pueblos tienen toda la suerte del mundo.
La
tercera dimensión, en fin, es la sociopolítica –la primera era histórica
(continuidad), la segunda era cultural (orientación positiva en relación con el
fondo cultural). Ella dice respecto a la decisión, manifiesta o simplemente
presumida, de la comunidad de constituirse como cuerpo socialmente diferenciado
dentro de la comunión nacional –para que usemos ese lenguaje artificial e
hipócrita–. Constituirse como entidad socialmente diferenciada significa darse
autonomía para estatuir y deliberar sobre su composición, es decir, los modos
de reclutamiento y criterios de exclusión de la comunidad. Estamos hablando de
cosas como “gobernanza” (disculpen la mala palabra) comunitaria, modalidades de
ocupación del territorio, regímenes de intercambio con la sociedad envolvente,
dispositivos de reproducción material y simbólica… Los indios tienen, como dice
la ley, derechos a sus usos, costumbres y tradiciones. Tener derecho a los usos
y costumbres significa tener autonomía para gobernarse internamente “en aquello
que no hiera los principios fundamentales” (como si no los hiriéramos, por
principio) de la constitución nacional.
Indian proud
Estas
reflexiones son un intento de crear una definición, la más larga posible, que
reconozca que la respuesta a la cuestión sobre quién es indio cabe a las
comunidades que se sientan concernidas, implicadas por ella. No cabe al
antropólogo definir quién es indio, cabe antropólogo crear condiciones teóricas
y políticas para permitir que las comunidades interesadas articulen su
identidad. Nosotros los antropólogos ni siquiera somos un tribunal de
apelación. Un caso pintoresco que me cuentan, dos caboclos de la Sierra de
Baturité que se convirtieron en indios por cuenta de una ONG de un noruego
lleno de buenas intenciones y de un cura excesivamente celoso del Conselho
Indígena Missionário -CIMI, es, en mi parecer, un caso marginal, en el sentido
estadístico y en el sentido conceptual. ¿Pues y qué?, yo diría. Si aquella comunidad es, de hecho, una
invención “del mal” (porque puede ser una invención “del bien”), entonces
paciencia, veamos lo que haremos con eso; veamos, sobre todo, si ellos son
capaces [de serlo]. Nosotros los antropólogos deberíamos enorgullecernos del
hecho de que Brasil hoy esté lleno de comunidades queriendo ser indígenas. Y
debemos enorgullecernos, entre otras cosas, porque contribuimos a reevaluar,
dar otro valor, a la noción de “indio”. Hoy la población urbana del país,
aquellos que siempre tuvieron vergüenza de la existencia de los indios en
Brasil, está en condiciones de comenzar a tratarse con un poco más de respeto a
sí misma, porque como yo dije, aquí todos son indios, excepto quien no lo es.
(Agosto
de 2006)